El pasado en el discurso de la teoría social y política
El pasado puede ser un tiempo idealizado al que desesperadamente se desea regresar para permanecer eternamente en él; concebido como geografía no se lo asume como lo que es: una etapa histórica superada. Por el contrario se lo inscribe como programa del futuro.
Por Alberto J Franzoia* – Las visiones de mundo que se vinculan tanto con paradigmas de la ciencia social como con las diversas formas de ejercer prácticas políticas, siempre incluyen alguna idea sobre el pasado, ya sea reivindicando su presencia o bien negándole toda entidad.
El pasado puede ser un tiempo idealizado al que desesperadamente se desea regresar para permanecer eternamente en él; concebido como geografía no se lo asume como lo que es: una etapa histórica superada. Por el contrario se lo inscribe como programa del futuro. Los filósofos que defendían los esfuerzos de la subjetividad para regresar a la bucólica sociedad medieval en Francia, a posteriori de la Revolución Francesa, se ubicaron en esa perspectiva. Por eso se los consideró como exponentes de la reacción política, opuestos a todo progreso que pudiese conspirar contra los privilegios de la clase aristocrática desplazada del poder; clase a la que expresaban objetivamente más allá de su manifiesto romanticismo. Louis Bonald y Joseph de Maistre fueron sus dos exponentes fundamentales, quiénes influyeron a su vez en el autoritarismo monárquico de Maurras, una de las primeras fuentes abastecedoras de ideas para el nacionalismo de derecha en Argentina (1).
El pasado también puede ser considerado como el origen de las condiciones objetivas del presente. Lo que somos es producto del pasado (lo que es cierto), pero visualizado como causa inmodificable que sólo cabe conocer para una mejor adaptación a la realidad. Esta idea es cara a cierta visión de la ciencia social que adscribe a la objetividad pura como sinónimo de mera contemplación de leyes generales (o funciones necesarias) y a la adopción de controles para prevenir cualquier “desviación anómica o patológica” de la realidad. Ya no se recurre a la idea de eterno retorno al pasado, sino a la necesidad de justificar un presente que progresa indefinidamente desde una perspectiva que se corresponde con los intereses de la burguesía de los países de capitalismo maduro. Positivistas como Comte o Durkheim expresan con nitidez esta visión (2). Claro que en Argentina dicha forma de abordar la realidad encuentra adeptos entre los intelectuales de la oligarquía liberal, en tanto aliados necesarios de la burguesía del “primer mundo”. Casualmente cuando la Argentina agro-exportadora entra en crisis en los años 30, un sector de la oligarquía (en muchos casos jóvenes y afectados por la pérdida de beneficios económicos) postula la necesidad de recuperar el prestigio perdido por el patriciado, y en esa búsqueda se encuentran con la posibilidad de revisar nuestra historia desde un nacionalismo sin pueblo que terminó siendo de corto alcance, como lo demuestran sus posteriores desempeños en la arena política.
Otra opción que encierra el pasado es ser considerado la llave que nos permita abrir la puerta para la interpretación del presente, pero no ya para justificarlo sino para trascenderlo en una síntesis superadora, revolucionaria. Esta alternativa teórica y metodológica abreva en Carlos Marx y Federico Engels. Sin embargo en Argentina una fracción de la izquierda adopta como versión válida de nuestro pasado, aquella que fue oficializada por la oligarquía liberal, por lo que se asiste a una comedia de enredos en la que los revolucionarios terminan jugando a favor de la contrarrevolución, como por ejemplo en 1955. Y esto es así porque quien comulga con una versión falsa del pasado, termina involucrado con las peores aventuras del presente. La fracción de la izquierda argentina que habitualmente es definida como eurocéntrica, acepta como verdadera la historia mitrista (historia oficial construida por la oligarquía) fuente de buena parte de sus errores políticos, con lo que termina negando con su práctica la utilización del método y la teoría marxista. Es decir, si el pasado entendido como llave para descifrar el presente y proyectar conscientemente el futuro, es un fraude elaborado por la clase dominante pero aceptado como verdad histórica por parte de quienes intentan construir el socialismo, los resultados obtenidos a la hora de la práctica transformadora son inversos a los objetivos explicitados.
Tanto los que huyen hacia atrás como los que lo hacen hacia adelante, están ausentes del torrente real de la historia. Esa que construyen cada día, con sus triunfos y derrotas, los sectores populares de una patria que intenta realizarse como tal (aunque no sin lógicas contradicciones) y para conseguirlo emprende el complejo camino que la libere del conservadorismo liberal que históricamente la ha sojuzgado.
Para revertir ese equívoco se desarrolló una izquierda nacional (Ramos, Spilimbergo, Hernández Arregui, Galasso) cuyo punto de partida para construir un futuro alternativo, pasa por investigar rigurosamente (desde la metodología materialista y dialéctica) el pasado, negándole toda entidad a la versión institucionalizada por la oligarquía (3), que no es otra cosa que la historia contada por la clase dominante. Sólo así se podrá comprender el presente y proyectar con una conciencia revolucionaria verdadera un futuro imbricado en la liberación nacional y social. Cabe acotar que más allá de diferencias teórico-metodológicas, el camino de la revisión histórica (unida a una práctica política consecuente con lo popular y transformadora de un presente dominado por el imperialismo) la izquierda nacional lo ha recorrido junto al nacionalismo democrático, entre cuyos exponentes se encuentran hombres como Jauretche, Scalabrini Ortiz o Fermín Chávez (4). Este nacionalismo es distinto del propuesto por la derecha medieval, no sólo porque se nutre en los procesos populares tomando distancia por lo tanto de los intereses que emanan de la estancia, sino porque su análisis histórico se proyecta en un futuro distinto del pasado. El pasado es concebido como fuente histórica para darle continuidad en el presente y futuro a los procesos populares, pero jamás como geografía o paraíso petrificado.
El pasado como proyecto permanente de futuro, como justificación conservadora del presente, como lectura equivocada de los hechos sucedidos que termina conspirando contra el objetivo reivindicado, o como auténtica llave para interpretar y cambiar la historia con nuestro pueblo como protagonista, son otras tantas variantes del discurso en el que el pasado es incluido. Pero también cabe su exclusión. La posmodernidad intentó acostumbrarnos a esta posibilidad que tenía antecedentes en las versiones modernas más extremas del empirismo, como el practicado por una fracción de la sociología norteamericana (tomar el dato actual tal como se presenta, sin trasponer el mundo de las apariencias, privilegiando la mera cuantificación del mismo). Cuando el pasado desaparece como antecedente, o se lo diluye en una nebulosa confusa de la que sólo queda lo anecdótico (la historia transformada en pura literatura), el presente encuentra dificultades para ser comprendido y el futuro deja de ser una posibilidad distinta a dicho presente. Fukuyama, en sus primeros pasos “filosóficos” pretendió instalar su profecía sobre el “fin de la historia” para demostrarnos que sólo existe el presente, ya que la economía de mercado y la democracia liberal habrían resuelto todos los conflictos de la humanidad (5). Guy Sorman lo completa sentenciando que “el futuro por definición no existe”. Menem fue uno de los muñecos hipnotizados por esta filosofía de las apariencias, sin pasado ni futuro, rindiendo culto a un pragmatismo del presente mientras buena parte de los argentinos pagábamos las consecuencias de semejante aberración teórica y política.
De regreso de la exclusión del pasado como llave para abrir puertas a la comprensión, y del presente como tiempo único inscripto en la perspectiva del pensamiento único, estamos tratando de construir con numerosas dificultades un futuro alternativo. Para ello necesitamos ingresar en el torrente popular de la Nación, el que la nutre y da vida. Pero algunos desde sus torres de marfil se aíslan. Unos pretenden defender una nacionalidad sin pueblo, otros un pueblo sin patria. Dicen ser los polos de la política nacional: nacionalistas de derecha e izquierdistas abstractos. Unos recurren a un pasado cristalizado como evasión nostálgica del presente; otros viven en un eterno futuro, imposible de materializar desde la falta de compromiso con las luchas presentes. Como expresión bipolar de una constante histórica están más unidos de lo que creen. Tanto los que huyen hacia atrás como los que lo hacen hacia adelante, están ausentes del torrente real de la historia. Esa que construyen cada día, con sus triunfos y derrotas, los sectores populares de una patria que intenta realizarse como tal (aunque no sin lógicas contradicciones) y para conseguirlo emprende el complejo camino que la libere del conservadorismo liberal que históricamente la ha sojuzgado. La tarea no es sencilla, pero toda construcción política que intente marchar en esa dirección, no podrá prescindir de las fuerzas sociales que objetivamente nutren el cambio para que otra historia sea definitivamente posible.
*Alberto J Franzoia es Sociólogo
La Plata 2012
(1) Hernández Arregui Juan José: “La formación de la conciencia nacional”, Ed. Plus Ultra, 1973
(2) Durkheim Emile: “Las reglas del método sociológico”, Hyspamérica, 1982
(3) Ramos Abelardo: “Revolución y Contrarrevolución en la Argentina”, Ed Plus Ultra 1973 (5 tomos)
(4) Jauretche Arturo: “Política nacional y revisionismo histórico”, Ed. Peña Lillo 1975
(5) Fukuyama Francis: “El fin de la historia y el último hombre”, Ed. Hyspamérica 1992