No queremos internarnos, como decíamos, en las complejidades de una discusión sobre la figura y el rol del intelectual, Lo que no nos interesa demasiado, quizás porque, como decía Jacques Ranciere, cuando se crea una categoría de personas que piensan parece que se le negara el mismo derecho a todos los demás. Y esto sería afirmar la desigualdad. Sin embargo, algo puede afirmarse con seguridad. Lo que se espera del intelectual es una actitud reflexiva, un aporte que nos obligue a pensar, una mirada nueva, más profunda y distinta. Quizá no teníamos razones para esperar eso de algunos de los firmantes, pero sí nos sorprende que una de las grandes críticas de la tradición literaria argentina arriesgue su bien ganado prestigio en los escabrosos terrenos de la chicana política.
De acuerdo con lo que proclaman los salvadores de la democracia, el supuesto vaciamiento se completaría si el gobierno gana la próxima elección, pero ya se habría producido en buena medida. ¿Cuáles son los datos que permiten hablar de un “proyecto autoritario” en la Argentina de hoy? ¿Dónde ven la “restricción de libertades” que denuncian?, ¿quiénes son las víctimas de esa “violencia estatal” que mencionan?
Cuando sí resultan más creíbles los firmantes (**) de la Carta es cuando se dirigen a la propia oposición. Es razonable que pidan abandonar “las mezquindades y los personalismos estériles”, cuando las perspectivas electorales son poco promisorias y estallan las contradicciones no porque sus dirigentes se hayan vuelto menos amigables sino porque la herencia de Macri, de la que algunos quisieran alejarse, es constitutiva de la identidad política opositora. Menos sensato parece el reclamo de “trazar un horizonte de un país deseable”, porque ello implica cuestionar otra marca identitaria, el proyecto neoliberal que desde hace 14 años en la ciudad de Buenos Aires construye edificios de lujo que no se ocupan y desatiende las necesidades de la vivienda social, de la salud y la educación públicas
Razonablemente preocupados por las consecuencias de esta crisis de la alianza opositora, los 30 firmantes recurren a un lenguaje dramático para afirmar la unidad. Pero, a juicio del que esto escribe, cometen un serio error. Este discurso alarmista reconfortará al sector más obcecado en su adhesión al macrismo, no a quienes aún pueden tener dudas sobre el voto.
Pero más allá de estas discusiones preelectorales, la carta de los 30 despierta otras reflexiones sobre la alarmante degradación del debate público. Porque más allá de la violencia de algunos periodistas que no enfrentaron a ninguna dictadura y hoy denuncian como autoritario a un gobierno que ha hecho del diálogo su emblema, lo más nocivo es que los responsables de los cuatro años que empobrecieron al país y aumentaron la dependencia y la pobreza, siguen considerándose los dueños exclusivos de la República.
No es nuevo. En la edición de su Biografía de Belgrano, Bartolomé Mitre denunció a los caudillos federales como enemigos de la Nación que no habían hecho ningún aporte a la organización constitucional del país. Fue un radical, el gran historiador Emilio Ravignani quien demostró la falsedad del aserto con un ejemplo muy sencillo. La Constitución se fundamenta en “los pactos preexistentes”. Estos acuerdos fueron firmados por los caudillos federales que gobernaban las provincias, de allí junto con la obra de Alberdi surgió el pensamiento constitucional argentino. En la misma tradición, un siglo después, pudo llamarse “Revolución Libertadora” al golpe que reimplantó en la Argentina moderna la tradición de los fusilamientos. Sobre estas cuestiones y su proyección en el presente nos gustaría discutir. Son debates que siguen pendientes.
La grieta no es sólo una cuestión de buenas maneras, pero en la grave situación que vivimos, la alucinación opositora es todavía menos aceptable.
Fuente: Página 12
(*) La carta
La democracia argentina en la encrucijada: neogolpismo o progreso
Un grave peligro se cierne sobre la democracia argentina. No el peligro de un golpe militar como los que conocimos en el pasado, sino otro mucho más sutil que se enmascara bajo la retórica del altruismo y la solidaridad.
Antes, los autoritarios se levantaban en armas y gobernaban con los fusiles. Eso ya no existe. Ahora llegan al gobierno con el voto popular y usan el poder para corroer el sistema desde adentro hasta convertirse en autócratas.
Nepotismo, colonización del Estado, acoso a los contra-poderes, desprotección de amplios sectores de las capas medias y bajas y fraude electoral. Esas son las tácticas del golpismo del siglo XXI.
Nicaragua y Venezuela son casos paradigmáticos.
En Nicaragua, la policía de Daniel Ortega y su mujer, un sistema matrimonial que se aferra al poder mediante el fraude, arrestó en pocos días a cinco de los principales líderes de la oposición: los precandidatos presidenciales Félix Madariaga y Juan Chamorro, el diplomático Arturo Cruz y los periodistas Cristiana Chamorro y Miguel Mora. También encarceló a muchos de los que habían combatido a su lado en la guerra civil contra el dictador Anastasio Somoza, como Ana Margarita Vijil, Dora María Téllez y Hugo Torres. Todos ellos están presos por una única razón: denunciar los atropellos del régimen.
En Venezuela, Hugo Chávez se adueñó del Congreso y el Poder Judicial, cerró medios de prensa, arrestó a opositores, expropió empresas y nombró a su sucesor como si los venezolanos vivieran en una monarquía hereditaria. Hace unos días, tres intelectuales, Rafael Rattia, Juan Manuel Muñoz y Milagros Mata Gil, fueron detenidos bajo el cargo de violar la “ley de odio”, luego de que escribieran artículos críticos contra el régimen en los pocos medios independientes que quedan. Estas nuevas víctimas se suman a los miles de muertos y desaparecidos de Nicolás Maduro, que tortura, asesina impunemente e implanta el terror mediante sus macabros servicios de inteligencia, como lo ha probado el Informe Bachelet.
El sello distintivo del autoritarismo populista, que se repite en Rusia, Filipinas, Bielorusia y Hungría, es que destruye la democracia desde adentro, convirtiendo el gobierno por la mayoría en el gobierno petrificado y hegemónico de una mayoría.
El cambio de régimen no se produce de un día para otro, sino mediante una estrategia progresiva, que prepara el terreno con violencia discursiva, narrativas épicas y ofrendas simbólicas, para luego pasar, en su etapa de metástasis, a proscripciones, encarcelamientos y expropiaciones.
Los gobiernos populistas requieren enemigos para fortalecer su propia estructura maniquea, por lo cual aíslan a sus países del mundo y claman por una unidad que aniquila el pluralismo, la disidencia y la diversidad.
Mientras nos mantienen en guardia contra peligros inexistentes —las dictaduras militares, los “poderes concentrados”, los “holdouts”, el campo, la “prensa hegemónica”— desarman uno a uno los resortes de la democracia republicana hasta convertirla en un mero membrete y una cáscara vacía. Lamentablemente, cuando los abusos se vuelven evidentes siempre es tarde: el nuevo orden ya está consolidado y las denuncias resultan infructuosas.
Fue siguiendo esta lógica que en sus gobiernos previos el kirchnerismo intentó apropiarse de la prensa, colonizar la justicia y perpetuarse en el poder mediante la alternancia familiar.
Ese plan fracasó por la resistencia de la sociedad civil, las sentencias de la Corte Suprema y la derrota electoral que sufrieron en 2015.
Pero en este cuarto mandato el kirchnerismo volvió a la carga con dispositivos aún más extremos y de una inusual gravedad institucional: presión sobre jueces y fiscales, muchos de ellos desplazados de sus cargos, impunidad y liberación de políticos, empresarios y sindicalistas condenados por varias instancias o bajo procesos gravísimos por delitos contra el Estado, desmantelamiento sistemático de las causas por corrupción y la amenaza latente de reducir el Ministerio Público a una dependencia sujeta al Poder Ejecutivo. El plan avanza a la vista de todos.
Un trágico síntoma de la descomposición democrática que vivimos fueron las severas restricciones de las libertades fundamentales durante la cuarentena, picos de violencia estatal nunca vistos en democracia y, muy especialmente, la clausura de la escolaridad que abandonó a los sectores más vulnerables de la sociedad.
También el manejo opaco en la compra de vacunas, con sospechas de un intento de imposición de “socios locales” bajo los eufemismos de la “soberanía sanitaria” y la “transferencia de tecnología”, dejaron al descubierto la paradójica ficción de un gobierno que se presentaba como adalid de la vida: hoy somos uno de los países con más contagios y muertes por habitante del mundo.
Y también somos uno de los países que más pobreza generó mediante el brutal y precipitado cierre de su economía. La cuarentena hizo un gran aporte al programa autoritario, dejando a miles de familias completamente subordinadas al clientelismo y la “ayuda” del Estado.
Por eso creemos necesario advertir sobre el peligro que nos acecha mientras estemos a tiempo. Los renovados ataques al periodismo mediante causas judiciales armadas desde los sótanos del poder, el intento de desplazar al Procurador General de la Nación, la amenaza constante de avanzar sobre la Corte Suprema, reformar la Constitución e imponer un “nuevo pacto social”, la destrucción de la matriz productiva, el apoyo directo o indirecto a las dictaduras de Venezuela y Nicaragua y a la organización terrorista Hamas, y cierta retórica del Presidente sobre una presunta senilidad del capitalismo (cuando en rigor con algunos capitalistas negocia abiertamente y a otros los mantiene alejados de los beneficios de la relación presidencial), son obvios indicios de un camino que podría no tener regreso.
El famoso apotegma “Vamos por todo” cobró una inquietante actualización.
En vista de lo anterior, las próximas elecciones tienen una importancia trascendental.
Si el kirchnerismo suma nuevas bancas vaciará hasta la última gota de esa democracia que trabajosamente construimos con el pacto del “Nunca Más” de 1983.
No es hora de especulaciones.
La oposición debe deponer las mezquindades y los personalismos estériles. Pero también debe trazar con firmeza un horizonte de país deseable: una democracia liberal e inclusiva, con propiedad privada, con respeto de las minorías y los derechos individuales, con educación y salud públicas de excelencia, con seguridad en el espacio público, con trabajo, con inversión, innovación y apertura al mundo. Un país que recupere la capacidad de entusiasmar, en el cual la juventud no elija irse. Urge dotar a la Argentina de una segunda piel republicana, para lo cual la elección debe imponer la cesantía del plan autoritario.
(**) Entre los firmantes aparecen: Osvaldo Bazán, Juan José Sebreli, Alfredo Casero, Beatriz Sarlo, Sandra Pitta, Luis Alberto Romero, Maximiliano Guerra, Marcelo Birmajer, Marcos Aguinis, Daniel Sabsay, Marcos Novaro, María Sáenz Quesada, José Emilio Burucúa, Marcelo Gioffré, Miguel Wiñazki, Jorge Sigal, Santiago Kovadloff, Sabrina Ajmechet y Federico Andahazi.