Dos niñas sobrevivientes de la Shoá
“Era imposible salir a buscar algo de comida, ni siquiera raíces, porque los nazis estaban a la caza de judíos durante el día y los comandos polacos durante la noche. Cierta vez, mi madre y yo nos refugiamos en un establo y se nos apareció una gallina de color gris a quien yo comencé a hablarle imitando su cacareo. Entonces, un día, la gallina se acercó hasta donde estábamos nosotras y empezó a poner un huevo diariamente. Mi madre comía la parte blanca y yo la yema. Así pudimos sobrevivir un tiempo más".
Por Marcos Doño. (*) En un llanto susurrado por la emoción y la nostalgia, Herty agrega: “Yo a ellos… los llamaba… tía y tío. Un día me contaron una historia que demuestra la altura moral y el heroísmo de tanta gente de la que tan poco se habla. A cuatro casas de la nuestra, sobre un techo, había caído un paracaidista inglés. Los dueños lo refugiaron en el sótano hasta que por una denuncia se hizo presente la Gestapo. Al paracaidista se lo llevaron. Y como represalia, fusilaron al hijo menor de esa familia.
“Quienes hemos vivido el horror de haber sido dominados por un prójimo perverso,
de poder omnímodo, tenemos una obligación: contarlo todo.” (Primo Levi)
Dos historias
Hanka, la niña del saquito
Cuando Hanka Jakubowicz comenzó con su relato, sus ojos se llenaron de lágrimas. Tenían el brillo de una pequeña de diez años perdida en medio del sufrimiento de la guerra más atroz.
“Yo tenía un saquito de manga corta porque me habían robado el tapadito. Después me consiguieron un par de zapatos. Así vivía en el bosque, en el invierno de Polonia, en febrero, con más de veinte grados bajo cero».
Hanka me mira y me cuenta que una vez ella y su madre encontraron una manzana que les sirvió como único alimento durante una semana. “Era imposible salir a buscar algo de comida, ni siquiera raíces, porque los nazis estaban a la caza de judíos durante el día y los comandos polacos durante la noche. Cierta vez, mi madre y yo nos refugiamos en un establo y se nos apareció una gallina de color gris a quien yo comencé a hablarle imitando su cacareo. Entonces, un día, la gallina se acercó hasta donde estábamos nosotras y empezó a poner un huevo diariamente. Mi madre comía la parte blanca y yo la yema. Así pudimos sobrevivir un tiempo más».
Hanka es una mujer hermosa, que muestra su fortaleza no sólo en las palabras sino en sus gestos. Entonces hace un breve silencio en su relato, como un espacio inventado en el tiempo, vuelve de su memoria y sentencia: “¿usted sabe lo que es vivir aterida de frío y comida por los piojos? ¡Me comían viva! Su mano izquierda se mueve como si escribiera las palabras en el aire: “me los sacaba de a puñados, eran cientos que me desgarraban la piel. ¡Desesperante…, sí, desesperante! Son tantos los horrores que me ha tocado vivir. Mire, el campo de Maidaneck quedaba entre Lublín y Piaske. Apenas finalizada la guerra, fuimos con mi hermana caminando hasta allí, porque se contaban cosas terribles. Caminamos 24 kilómetros descalzas para enterarnos de qué se trataba ese horror. Al llegar pudimos ver que ahorcaban a judíos. ¡Y la guerra había terminado!” “Entonces me dije que nunca más hablaría, que no quería saber más nada de este horror sin fin”.
Hanka recuerda, con una mezcla de profundo dolor y orgullo, a un hermano que desde el momento en que los nazis invadieron Polonia les había dicho que no se dejaría atrapar ni maltratar por esos asesinos. Y así fue. Un día, cuando uno de los soldados del Tercer Reich comenzó a maltratarlo, aquel adolescente de apenas 17 años le respondió al soldado con una trompada. Hanka me mira sollozando a los ojos, con el dolor aún vivo, tan presente como en aquellos días: “Mire, todo duró unos instantes… fue muy rápido. Lo fusilaron ahí mismo, de un tiro en la cabeza, frente a nuestros ojos”. Y cierra sus ojos.
Durante 50 años esta sobreviviente polaca no quiso saber más nada de aquel horror. No miraba películas, no leía nada que tuviese que ver con la Shoá. Pero un día ocurrió algo que la decidió a romper ese silencio. Fue a la salida del cine, después de ver la película de Steven Spielberg ‘La Lista de Schindler’.
La historia de aquel hombre soberbio, enriquecido con el trabajo esclavo de los judíos, quien terminó salvando la vida de quienes estaban condenados al cadalso, la había hecho cambiar. Ella, que había sido una protagonista, que era una de entre las millones de víctimas que había tenido la fortuna de sobrevivir, debía repetir su historia una y otra vez a quien fuere. En su corazón algo le decía que la memoria colectiva es como un viejo árbol al que hay que regarlo con palabras para que de su simiente florezcan los frutos de la verdad. “Ahora tengo una meta”, dice Hanka, convencida de su misión… “quiero que todos sepan lo que pasó, que luchen por sus ideales. Nada hay más importante que la libertad y la verdad”.
Herty, la niña de Bratislava
La otra historia, la de Herty Taubenfeld, tiene ribetes que bien podrían haber sido pensados por un guionista de cine para un film de espionaje.
Y no es porque su caso haya sido más duro que la de Hanka, sino porque en él ha intervenido un factor que demuestra que en medio de la tragedia, la humanidad se dignificó a través de las mujeres y los hombres cuyos actos marcaron claramente la diferencia entre la complicidad con los genocidas y la solidaridad con los condenados.
Herty era hija única y había nacido en Bratislava, Checoslovaquia, hoy República de Eslovaquia después de la partición. Cuando tenía la edad de 11 años estalló la Segunda Guerra Mundial. En aquel momento su padre, por cuestiones de trabajo, se encontraba en Bélgica, precisamente en Bruselas, donde esta historia ocurriría. Herty recuerda que cuando Hitler entró en Checoslovaquia, el padre llamó por teléfono en la noche, y le dijo a su esposa: “Tomá a la criatura, háganse una valija chiquita y vénganse ya… ¡YA! ¡No importa nada, no piensen en lo que dejan! Mi padre estaba convencido -aclara Herty- que Bélgica sería nuestra salvación; estoy hablando de noviembre de 1939”. Pero la certeza de aquel hombre se haría añicos, cuando en mayo de 1940 los nazis invadieron el país flamenco.
Herty no se resiste y vuelve una vez más a su patria natal, a su hermosa casa de Bratislava; “hoy está ocupada por un negocio de artesanías”, me dice con nostalgia y me muestra una foto. “Sí, así de golpe fue todo, para nunca más volver a tener ni un papel de nuestro hogar. Imagínese, después de toda una vida apenas nos llevamos una valijita porque no queríamos llamar la atención. ¡Y lo tuvimos que decidir en minutos! ¡Toda una vida que concluyó esa misma noche!”
Entonces detiene su relato y me ofrece un té y unas masas exquisitas hechas por ella y el sabor de su cocina abre las puertas de mis recuerdos; retornan los olores de la casa de mí babe (abuela), sus manos cálidas y laboriosas, toda ella inclinada amasando, batiendo, horneando. Se sonríe, tiene la sonrisa prístina de quien se enfrenta a la vida con dignidad y alegría a pesar de su pasado. Me di cuenta que su cocina me estaba contando otra historia del pueblo judío, la que atravesó las cocinas y las mesas servidas, la de las familias reunidas alrededor de los panes y los dulces y los licores caseros. Una historia de generaciones de madres golpeadas por los horrores de la persecución milenaria, y que sin embargo no renunciaron a transmitirnos su mensaje de amor horneado.
Las tazas de té ya están vacías, hemos vuelto imperceptiblemente al pasado entre recuerdos y posibles parientes, entre historias de alegría y de dolor; todas parecidas entre sí, como si todos fuésemos parientes, parte de una misma familia.
De pronto, la Herty del relato despierta en Bruselas… tiene 11 años y vive en una casa de un ambiente que su padre ha alquilado. Ella va a la escuela, pero su apellido ya no es Taubenfeld, ha tenido que cambiar su identidad, que ha dejado atrás en esa noche en Bratislava, tan lejos ya. ¡En esto te va la vida!, le explicó su madre mientras le entregaba su nuevo documento falso: “No te equivoques jamás. De ahora en adelante sos Liliane Detrai”. “Si te equivocás una sola vez, si decís por error tu verdadero nombre, es tu fin”.
Como era ley, todos los judíos debían denunciarse ante las autoridades nazis en las oficinas de la Gestapo o de alguna repartición militar. Pero el matrimonio Taubenfeld decidió no hacerlo y se enclaustró en una casa alquilada para no salir nunca jamás a la calle, persistiendo en la esperanza de que así se salvarían, lo que me recordó el caso de Ana Frank. Ante mi pregunta, Herty me responde que no sabe ni cómo, ni cuándo, ni quién le confeccionó los papeles con el nombre de Liliane Detrai, a pesar de que intentó todo para llegar a esa persona y agradecerle. Frente a mi, sobre la mesa, saca de un caja las dos cartas de identidad, la de Taubenfeld y la falsa con el nombre Detrai, y su dulce mirada las recorre. Están intactas como su memoria. Yo las miro y me parece estar viendo un film de espionaje de los años cuarenta.
Liliane Detrai, la niña de 11 años, va todos los días a la escuela y es quien consigue los alimentos con las cartas de racionamiento. Sus padres jamás salen a la calle. Así pasarán los próximos cuatro años de la guerra; Herty oculta tras un apellido francés y sus padres esperando cada día que su suerte no les sea esquiva, pero acosados por el terror a ser descubiertos un día cualquiera por los nazis. Finalmente, la traición pudo más que su escondite, y un hombre que los visitaba a menudo, un hombre de Checoslovaquia, conocido del padre en Bruselas, fue quien los entregaría a las autoridades nazis. “Él es quien nos denunció”. De inmediato pensé en un colaboracionista antisemita, de entre los millones que sirvieron a la barbarie. Pero Herty se adelantó a mi pregunta, como si quien me estuviera hablando fuese la niña Detrai: “Quien nos delató fue un judío que trabajaba para la Gestapo entregando a otros judíos, semana a semana, a cambio de salvar su vida”.
“Seguramente, como ocurría siempre, después lo habrán matado.” Fue una mañana, cuando Liliane estaba en la escuela, que la vida del matrimonio Taubenfeld pasó a ser la moneda de cambio de aquel hombre. “Fue una vecina que estaba con su hijo, con el que yo solía jugar, quien vio que un coche de la Gestapo se detuvo frente a la casa que nos servía de escondite. Pocos segundos después se llevaron a mis padres”. Sin embargo, la pequeña Liliane Detrai se salvaría gracias a esta vecina quien en el tiempo en que los nazis allanaron la casa se acercó a la escuela para avisar a la directora del secuestro. “Entonces la directora me hizo llamar y yo pensé enseguida que algo malo había hecho. Cuando ya estaba en la planta baja me dijo que mirara por una rendija que había en la puerta y que le confirmara quién era la mujer que estaba detrás. ¡Sí!, es una vecina que vive a media cuadra de casa, le respondí ¿Y vos te irías con esa mujer?, me preguntó. ¿Irme con ella? ¿Por qué?, le respondí asombrada. Porque tu papá está muy enfermo y te reclama, me aseguró. Y yo lo creí. Me pusieron un tapado largo, un sombrero, anteojos negros y en la puerta del colegio la directora me abrazó con todas sus fuerzas y me dijo al oído que acompañara a mi vecina, pero que lo hiciera siempre unos pasos detrás. Me di cuenta que algo terrible había pasado”.
Como lo había indicado la directora, Liliane siguió tras los pasos de su salvadora, hasta que al cruzar la esquina no soportó más y se dio vuelta. Otro auto de la Gestapo ya había llegado por ella a la escuela. Dos hombres de capote de cuero negro golpeaban con violencia a la puerta, pero la directora, una patriota de la resistencia belga, se había encargado de cerrarla de tal manera que los nazis perdieron demasiado tiempo como para encontrarla. Después de unos minutos de caminata, cuando aquella imagen se había quedado congelada en Liliane, y sin que se diera cuenta, la empujaron al interior de una zapatería donde se desmayó.
Al despertarse le contaron lo sucedido y le aseguraron que la vecina que la había salvado, de apellido López Días, la vendría a buscar a la tarde. Le pregunto a Herty si sabe si el apellido López Días de su salvadora era sefaradí. “Sí, tengo entendido que el marido era un judío de origen portugués, pero ella era cristiana, de ciudadanía holandesa. ¡Qué maravillosa mujer! Usted no se puede imaginar lo valiente que había que ser para transitar con una niña judía por las calles de Bruselas, en medio de los controles nazis, las calles atestadas de soldados y agentes de la Gestapo, jugándose la vida segundo a segundo! Si no hubiera sido por ella hoy yo no estaría aquí hablando con usted”.
Al finalizar la guerra, Herty se enteró del destino de sus padres. “Una sobreviviente que había estado con ellos me dijo que habían muerto en Auschwitz, pero que antes, en el campo intermedio donde estuvieron, cada vez que se abría el portón e ingresaba un transporte para tirar a judíos, mis padres temblaban pensando que en alguno de esos camiones estaría su hija”. Pero el destino ya había reservado otro futuro para la niña de 12 años, que al finalizar la Guerra ya era una adolescente de casi 16.
En su intento desesperado por dar con alguna familia adoptiva, la vecina señora López Días había comenzado un periplo que duraría meses.
“Esta mujer me escondió una y otra vez. Primero me llevó a una lechería, pero allí no quisieron ocultarme… tenían mucho miedo porque circulaba gente y no era imposible que alguien me viera y los denunciara. Entonces, a la mañana siguiente vino a buscarme y me llevó en tren. Viajamos dos horas hasta un lugar desolado, en el campo, donde había una aldea”.
El primer domingo de esa semana Liliane Detrai tuvo que ir a misa con la familia de aquella casa que sería su nuevo refugio. A todos los pobladores se les había dicho que era una familiar lejana, hasta que la suerte quiso que se encontrara con una compañera de la escuela. Todo había terminado una vez más, ya nadie la quería tener porque se había vuelto demasiado peligrosa.
Como un hada protectora, la señora López Días la recogió y volvieron a Bruselas, donde pasaron esa noche hasta que a las cinco de la mañana del día siguiente partieron nuevamente, esta vez hacia un lugar que estaba a veinte minutos de la ciudad, en el Transvecinal, un tren-tranvía interurbano, típico de la zona. Su salvadora le había prometido que esta vez la llevaría a un lugar seguro donde vivía una familia que tenía interés en adoptar a una niña judía.
Herty se emociona mientras revive este momento trascendente de su vida, que marcó para siempre su destino. “Cuando llegué ahí y la señora de la casa me vio, le dijo a mi protectora: pero yo le dije que quería adoptar una criatura y no una chica tan grande, con el carácter formado. Yo no sé si esto va a andar”. La señora López Días, impulsada por una fuerza moral arrolladora, le respondió: ¡Por favor, le pido que la tenga unos días, no sé adónde llevarla! Y si no funciona, yo la vendré a buscar. Herty, emocionada hasta las lágrimas, agrega: “¡Y yo me quedé hasta el fin de la guerra allá! Esa misma noche sacaron una cortina para hacerme un vestido porque no tenía lo que ponerme. Eran tan maravillosos… tenían una hija. Él era francés, se llamaba Emilie Depuydt y su esposa Charlott. La historia que me inventaron fue que yo era un pariente de Francia y que mi familia había muerto durante un bombardeo, por lo que habían decidido adoptarme”.
En un llanto susurrado por la emoción y la nostalgia, Herty agrega: “Yo a ellos… los llamaba… tía y tío. Un día me contaron una historia que demuestra la altura moral y el heroísmo de tanta gente de la que tan poco se habla. A cuatro casas de la nuestra, sobre un techo, había caído un paracaidista inglés. Los dueños lo refugiaron en el sótano hasta que por una denuncia se hizo presente la Gestapo. Al paracaidista se lo llevaron. Y como represalia, fusilaron al hijo menor de esa familia. Cierta vez mi madre adoptiva me dijo: ¡¿Vos sabés el miedo que teníamos?! Si los nazis hubieran descubierto que eras una chica judía, seguramente habrían matado a nuestra hija Adriel”. Hoy, en homenaje a ese joven asesinado por la Gestapo, hay una calle en Bruselas que lleva su nombre: “Fernand Taverne”.
Al finalizar la guerra, cuando la ciudad se llenó de soldados ingleses, canadienses, norteamericanos, cuando todos buscaban volver a sus hogares y saber el destino de sus seres queridos, Herty, cuyo presente era el de Liliane Detrai, sólo deseaba quedarse con sus padres adoptivos, la familia Depuydt. Pero Liliane volvería a ser nuevamente Herty Taubenfeld, aunque esta vez en otro mundo, en Sudamérica.
Después de hacer averiguaciones a través del Joint, una hermana de la madre de Herty, que se había casado y vivía en la Argentina desde el año 1939, logró dar con su paradero y traerla a su hogar. El nombre de Liliane Detrai finalmente se disolvería en el recuerdo para dar paso a un derecho al que había renunciado para salvar su vida: su verdadera identidad.
Miro mi reloj, son las ocho treinta de la noche y Hanka se ha ido hace ya más de dos horas. Seguramente estará regando ese árbol de la historia en los corazones de otras gentes, de la historia de una niña que vivió en un bosque de Polonia, una niña del saquito corto aterida por el frío de veinte grados bajo cero, que aprendió a conversar con una gallina gris que la salvó del hambre.
En la cocina estamos sólo nosotros dos. Herty me ofrece otro té. Yo pierdo el pudor y le pido más de esas masitas caseras. No puedo dejar de mirar sobre la mesa los dos documentos con los apellidos Taubenfeld y Detrai… no puedo dejar de mirarlos, mientras pienso en esa niña de 11 años que un día fue forzada a dejar su casa de Bratislava y su apellido en Bélgica, y a quien el destino, a pesar de tanto horror, le tenía reservada la vida.
Texto enviado por su autor, el periodista Marcos Doño, para su publicación.
(*) Reseña curricular.
Marcos Doño: escritor, periodista, músico.
Ex preso político de la última dictadura cívico-militar.
Me desempeñé en distintos medios gráficos, radiales y televisivos.
– Redactor colaborador de Revista La Semana, dirigida por Ismael Viñas.
– Redactor de LA VOZ y la Opinión.
– Redactor investigación de Nueva Sión.
– Guionista de programas especiales y documentales de C5N y Canal 9.
– Director y fundador de Alt164, la eñe, revista de literatura (ya no se publica. Hoy
existe una sucedánea belga).
– Colaborador investigador junto al periodista-historiador Carlos De Nápoli (obras: “Los Científicos Nazis en la Argentina”; “El pacto Churchill – Hitler”; “Mengele”)
– Creador del primer proyecto de medios y programa de radio para niños y adolescentes de la Argentina “ALDEA GLOBAL”, auspiciado por la UNESCO y la OEA.
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