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Emily Dickinson o la soledad de la poesía

Emily Dickinson

Emily Dickinson

Por Guillermo Saccomanno. Un tajo en la mente. Tuvo una vida aislada y enigmática, vivió casi sin salir de su casa donde a pesar de, y en parte gracias a ese encierro, Emily Dickinson compuso casi dos mil poemas de los que apenas se publicaron tres o cuatro antes de su muerte en 1886. Pero fue muchos años después que su obra empezó a difundirse y a ser considerada central por otros poetas y escritores, hasta que Harold Bloom la consagró en su canon occidental. Sus poemas también tuvieron una amplia difusión en castellano, donde fue objeto de varias traducciones notables. Aquí se ofrece un abanico de interpretaciones y versiones de sus textos que revelan múltiples lecturas y resonancias.

En 1936, Francis Scott Fitzgerald escribía The Crack-Up. En esa nada autocompasiva confesión admitía que el derrumbe de un ser no se produce abrupto, de un día para el otro o, mejor dicho, en un instante. Hay una serie de golpes previos que actúan con precisión subterránea hasta causar eso que uno, de pronto, asombrado, percibe como el crack up. Ahí, en ese texto, que Scott escribe tipeando con un dedo roto, resistiéndose al alcoholismo, y citando el Eclesiastés, dice también que una inteligencia de primera clase es aquella capaz de albergar dos ideas opuestas al mismo tiempo y seguir funcionando.

La misma idea, hermana de sangre, pudo haberla leído Fitzgerald en Emily Dickinson (1830-1886). En su poema 99, escrito en 1865, dice Dickinson:

“Derrumbarse no es acto de un instante/ sino pausa fundamental. / Los procesos de dilapidación/ Son desmoronamientos organizados (…) La ruina es ceremoniosa/ obra del diablo/lenta y constante. /Sucumbir en un instante/ no es un resbalón, / es la ley de la quiebra”.

La idea, más tarde, retorna en su poema 1123:

“Una gran esperanza cayó/no se oyó ningún ruido/la ruina estaba adentro (…)/ un no admitir la herida/hasta que aumentó tanto/que toda mi vida entró en ella/ y había abismos además”. No menos desesperada, pero conservando la calma, también escribió: “En extremos de angustia/para el ánimo que se tambalea/ hay una duda de la identidad/que ayuda hasta que se encuentra tierra firme//Una prestada irrealidad/, un piadoso espejismo/ que hace el vivir posible/ suspendiendo la vida”.

Si bien es lícito preguntarse si Fitzgerald habría leído a Dickinson, es improbable: su obra póstuma, y toda su obra ha sido póstuma, recién empezó a divulgarse bastante más tarde y habrían de transcurrir décadas hasta que pasara de ser una poeta secreta a transformarse en la consagrada en El Canon Occidental de Harold Bloom. En todo caso, el texto de Fitzgerald debe juzgarse como una mirada afín de la angustia, la angustia que Dickinson habría de mencionar una y otra vez, una y otra vez. Que su desgarramiento cautiva, no cabe duda:

“No estoy acostumbrada a la esperanza”, había escrito. Y ese poder de sufrimiento, puede leerse en el poema 425:

“Buenos días, medianoche/ vuelvo a casa/ el día se cansó de mí”.

En efecto, puede conjeturarse que hay un goce en el sufrimiento. Dickinson no es ingenua y parece admitirlo:

“No soltamos el puñal/ porque amamos la herida/ el puñal conmemora/memorias que morimos”.

Cuestiones existenciales, por cierto, que en su poder cautivante, habrían de calar fuerte, cruzando tiempo y espacio, en el filósofo rumano Emile Cioran. Así, en sus cuadernos que van de 1957 a l972, los que comprenden su tránsito hacia los sesenta años en París, dos son sus escritoras más citadas: una es Dickinson y la otra es, nada menos, la mística Simone Weil. Escribe el corrosivo Cioran: “Desde mi antiguo entusiasmo (muy superado ahora) por Rilke, nunca me había atraído tanto un poeta como Emily Dickinson. Si hubiera tenido la audacia y la energía para abrazar completamente mi soledad, su mundo, que me resulta familiar, lo sería aún más. Pero con demasiada frecuencia he dejado de hacerlo, ya fuera por apatía, frivolidad o incluso miedo. He escamoteado más de una vez el abismo, por una combinación de cálculo e instinto de conservación. Pues me falta valor para ser poeta. ¿Será por haber reflexionado demasiado sobre mis gritos? Mi raciocinio me ha hecho perder lo mejor de mí”. A confesión de partes, relevo de pruebas, podría aducirse. Y esta sería la parte de estas consideraciones donde tal vez convenga detenerse en el silencio.

Una traducción para Emily

Cinco versiones del poema 1129 de Emily Dickinson

El silencio y el secreto son dos asuntos esenciales en la poética de Dickinson. Su poema 1129 puede leerse como la formulación de su arte, declaración de principios:

“Digan toda la verdad, pero al sesgo/el logro está en un circuito/ demasiado brillante para nuestro goce enfermizo; / la verdad soberbia sorprende/ como el relámpago a los chicos (…)// la verdad debe deslumbrar gradualmente/ o todos los hombres se quedarán ciegos”.

Estos versos concentran el modo Dickinson de componer que no está lejos de otro escritor que también escribirá “al sesgo”: Chejov, otro integrante de las predilecciones de Cioran. Es evidente, se trata no sólo de la angustia sino también de cómo aludirla sin levantar la voz y detectar, por una vía en superficie intrascendente de la cotidaneidad, aquellos rincones y subsuelos en los que el alma zozobra. También, ni más ni menos, de modo pionero, Dickinson pareciera anticiparse a las dos ideas contradictorias en apariencia de las que hablaba Fitzgerald y, no tan distante, narrar al sesgo es lo que propone la teoría del iceberg de Hemingway. Hasta aquí, se diría, un sistema de sistema de relaciones, referentes provenientes de la masculinidad.

Pero el arte de componer en silencio, en secreto, tiene una explicación en Dickinson que no se puede soslayar y adquiere relevancia si se la vincula con la problemática de “el segundo sexo”. Dickinson nació, vivió y murió, casi sin salir de su casa, el domicilio patriarcal, donde encerrada voluntariamente escribió sus casi 2000 poemas que compartiría sólo con su cuñada Susan Gilbert y su hermana Lavinia (al respecto, vale una leída o releída a La hermana, la novela de Paola Kaufman, fallecida a los treinta y siete años). Su humor, siempre afinado, podía ser cruel: cuando una mendiga llamó por ayuda a su puerta, le dio una dirección, la del cementerio. En vida publicó apenas unos tres o cuatro poemas gracias al estímulo reticente del editor Thomas Higginston, un ex militar y pastor, que dirigía The Atlantic Monthly. La poesía de Dickinson lo inquietaba, reconoció. Le provocaba interrupciones en su propia escritura. Y a la crítica responde en el poema 108:

“Los cirujanos deben ser muy cuidadosos/ si empuñan un cuchillo./ Bajo sus finas incisiones/ se agita el culpable: ¡la Vida!”.

Dickinson se opone a la prosa, la considera “prosaica”, le otorgaba un sentido domesticador y, por qué no, doméstico. Los sentimientos podían expresarse de otra forma, en su poesía tan caudalosa como contenida, piezas por lo general cortas que visualizan dos lados de lo cotidiano: lo gótico y el zen.

Descendiente de una dinastía calvinista, hija de una familia tradicional, puritana y prominente de Amherst, Nueva Inglaterra, obediente de los mandatos patriarcales, podría inferirse que fue la opresión de esa atmósfera la que determinó su encierro y reclusión en su “cuarto propio” como destino. Pero no alcanza como argumento, ya que el encierro, por cierto, no fue tanto fruto del determinismo como electivo y consistió en el vuelco y consagración radical a la escritura, estrategia de liberación y ahondamiento en sí misma. También es verdad: no poco se ha conjeturado acerca de sus idilios con algunos hombres mayores, por lo general amigos de su padre, Edward Dickinson, abogado y político prominente, conectado con Emerson, que respondía al unitarismo, la doctrina del destino manifiesto. Acerca de su madre, Emily Norcross, le escribiría a Higginston: “Nunca tuve una. Supongo que es la persona a quien una acude cuando está en problemas”.

Lo real es que su soltería fue voluntaria. Las dos veces que recibió propuestas matrimoniales las rechazó. Por tanto, en la prejuiciosa sociedad pueblerina la fama de reclusa le valió también la de poeta lesbiana. Su relación con Susan no podría entonces, de acuerdo a los estudios feministas, ser pasada por alto. Y acá se arrima otra clave del silencio y el secreto, que si se la lee con atención, no son ni tan callados ni tan íntimos. Entre líneas y no tanto, las causas de la discreción y el pathos familiar explotan en su poesía. Tanto Emily como su hermana Vinnie habrían sido víctimas de abusos del padre y el hermano. Hay un poema en el que está directamente involucrado el primero, el 713:

“Me has dejado, Progenitor, dos legados –/ un Legado de amor/ que bastaría a un padre celestial/ si tuviera Él la oferta./ / Me has dejado confines de dolor/ espaciosos como el mar/ entre la eternidad y el tiempo/ tu conciencia y yo”.

Y después, el 1742 que compromete a su hermano:

“Yo me encogí – “¡Qué guapa estás!”/ Garra de propiciación – “¿”Temerosa siseó él/ de mí? – Cordialidad ninguna./ Él me penetró – Después a un ritmo artero/ Segregó dentro de mí su forma”.

Herida que, desde este punto de vista, no se puede trivializar (y aquí, retomemos, la noción de herida se resignifica), el trauma no ha permanecido en silencio ni es secreto a la luz de los recientes estudios de género, feministas y queer, dejan atrás a Adrienne Rich, feminista pionera, militante de la causa lesbiana, que investigó con obsesión de tábano a Dickinson en los 70, señalando su confinamiento en la escritura como estrategia de sobrevivencia y antídoto contra la locura. No faltan al respecto estudios psi sobre una presunta psicosis de Dickinson. A su vez, la relación de Dickinson con Susan no puede observarse sin tener en cuenta que le escribió nada menos que trescientas cartas, número que sorprende si se piensa que su cuñada vivía en la casa de al lado, separada sólo por una ligustrina.

En consecuencia, más allá de los elementos de ruptura que destacan su manera de versificar, un vanguardismo en sincro pero antagónico con Walt Whitman (a quien Dickinson leyó escandalizada y con vergüenza), y más acá de su lectura ineludible y su categorización de canónica, la poeta (no la “poetisa”) y su producción exigen revisionar su contexto y la indagación de los aspectos biográficos, datos que la arrancan de la calificación tan cómoda como convencional de “loca en el altillo” y/o “dama blanca” subyugada, aunque lo estuviera, por los abejorros, los pájaros y la botánica. De lo que se trata, ni más ni menos, es del cuerpo y su historia. Tal vez así se puedan leer desde una posición distinta su visión de la naturaleza, el amor, la pasión, la culpa, la angustia y la puesta en tela de juicio de la existencia de Dios Padre. En Dickinson está la gracia de su poema 1755:

“Para hacer un prado se necesita un árbol y una abeja, / un trébol y una abeja. /Y ensoñación. / La ensoñación habrá de bastar / si las abejas son pocas”.

Pero estos versos merecen ser contemplados, en espejo, por ejemplo, con el poema 937:

“Sentí un tajo en la mente/ Como si se me hubiera partido el cerebro. / Traté de unirla, costura con costura/ pero no pude hacerlo encajar.// Me esforcé por juntar el pensamiento anterior/ con el pensamiento siguiente/ pero la secuencia se desenhebró, sin sonido/ como madejas en el piso”.

Fuente: Página 12

Cinco versiones del poema 1129 de Emily Dickinson
1129 (Original en inglés)

Tell al the Truth but tell it slant—

Sucess in Circuit lies

Too bright for our infirm Delight

The truth’s superb surprise

As Lightining to the Children eased

With explanation kind

The Truth must dazzle gradually

Or every man be blind —
1
Toda la Verdad decidla pero al sesgo —

El Éxito radica en el Rodeo

En Exceso radiante para la debilidad de nuestro Goce

La sorpresa soberbia que contiene

Como el relámpago a los Niños se suaviza

Con dulce explicación

La Verdad ha de deslumbrar muy poco a poco

O ciegos dejará a todos los Hombres —

Traducción: Amalia Rodríguez Monroy

2
Di la verdad mas dila oblicua —

El logro está en circuitos

Demasiado brillantes para nuestro endeble Deleite

La soberbia sorpresa de la Verdad

Como el relámpago a los Niños ha de ser mitigado

Con bondadosa explicación

La Verdad debe deslumbrar gradualmente

O todos los hombres quedarían ciegos —

Traducción: Rolando Costa Picazo

3
Di la verdad entera pero dila sesgada.

El logro está en decirla oblicuamente.

Demasiado brillante para que la gocemos,

Es la verdad alta sorpresa,

Como para el niño el relámpago

Que alguna explicación benévola mitiga.

Que la verdad deslumbre gradualmente,

No sea que quedemos ciegos.

Traducción: José Manuel Arango

4
Digan toda la verdad, pero al sesgo,

el éxito descansa en un circuito

demasiado brillante para nuestro gozo enfermizo;

la verdad soberbia sorprende

como el relámpago a los chicos,

a quienes una buena explicación calma,

la verdad debe deslumbrar de a poco

o cegará a los hombres.

Traducción: Delia Pasini

5
Toda la verdad decidla pero al sesgo —

el éxito mora en rodeos

demasiado brillante para nuestro doliente deleite

la verdad soberbia sorprende

como el relámpago a los niños

que una buena explicación tranquiliza

la verdad tiene que deslumbrar gradualmente

o todo hombre será ciego —

Traducción: Silvina Ocampo

Video de Emily Dickinson, «El Secreto»

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