Marcel Proust vive, nosotros no
El cine, como las rocas sedimentarias, como el jurásico, produce fósiles. La emoción de ver a Proust descender por esa escalera alfombrada tiene que ver, desde luego, con nuestra memoria literaria, intensificada en este caso por el contenido mismo de la obra proustiana.
Por Santiago Alba Rico. Una de las cosas más emocionantes que me han ocurrido en los últimos meses tiene que ver con un descubrimiento inesperado en los archivos del Centro Nacional de Cine de Francia. Es una pequeña película de un minuto y doce segundos de duración que recoge la salida de la iglesia, en 1904, de los invitados a la boda de Elaine Greffulhe, hija de la condesa Greffulhe, y de Armand de Guiche.
Es una aparición antirreligiosa. Un fósil. Por eso esta repentina epifanía, sin duda melancólica, es también una lección de paleontología visual. Marcel Proust, durante esos tres diminutos segundos, cayendo de arriba abajo por la pantalla, es, en todos los sentidos, un mosquito atrapado en el ámbar. Es un mosquito porque Proust siempre tuvo la elegancia de un insecto; y es un mosquito porque, al igual que el fósil, no puede ya salir de esos tres segundos de visibilidad cautiva. Lo que ocurre es que, al contrario que el mosquito, detenido en su vuelo, inmovilizado y endurecido para siempre en una piedra, Proust es prisionero de su propio movimiento. El fósil es la fugacidad misma: el escritor -un pequeño chismoso fracasado en 1904- está tanto más atrapado en su cuerpo cuanto más pasa y pasa y no deja de pasar.
El cine, como las rocas sedimentarias, como el jurásico, produce fósiles. La emoción de ver a Proust descender por esa escalera alfombrada tiene que ver, desde luego, con nuestra memoria literaria, intensificada en este caso por el contenido mismo de la obra proustiana. Admiramos a Proust porque supo conservarse de tal modo vivo en las páginas de En busca del tiempo perdido que ya lo conocemos íntimamente cuando lo vemos, de pronto, salir de la iglesia en 1904; y esa aparición misma parece casi una consecuencia o un pasaje de su novela. Ahora bien, la emoción de esa imagen inesperada -fósil de la fugacidad- está relacionada también con un estadio paleontológico de la historia del cine en el que los hombres atrapados en imágenes eran tan raros como lo son los mosquitos atrapados en ámbar del precámbrico. Las cámaras fotográficas guardaban en su gelatina muy pocos momentos de la vida de un ser humano concreto; y era su propia excepcionalidad -presente aún en los álbumes de nuestros abuelos- la que daba a la existencia individual y a sus momentos iniciáticos, como a la especie Notiothauma reedi, algún valor “ejemplar”. Hasta los años sesenta del siglo pasado -digamos- un ser humano se resumía en un puñadito de fotografías convencionales (el bautizo, la mili, la boda, el carnet de identidad) y, salvo los ricos y los actores, no legaban al mundo ninguna imagen en movimiento. Hoy la multiplicación tecnológica de las imágenes manufacturadas, que cubren el tiempo entero como una capa de nata, ha desvalorizado radicalmente la presencia física del ser humano concreto y su aura particular.
La paradoja es que las nuevas tecnologías, obligando a los humanos a fotografíar cada instante del tiempo biográfico, han despojado a la cámara de su papel paleontológico; nos han hecho perder la fugacidad misma. La fugacidad, por así decirlo, es ahora una ley, pero no un fósil. Hasta tal punto lo fotografiamos todo, átomo por átomo y grano por grano, tránsito a tránsito, que nadie puede fotografiar ya la transitoriedad; nadie puede registrar los fragilísimos tres segundos, separados del flujo cronorrágico de la vida, en los que pasamos de largo para siempre. Proust está vivo, nosotros no. Proust es un mosquito y un santo; nosotros sólo una especie. No somos una aparición y, por lo tanto, tampoco desaparecemos. Nos limitamos a deshacernos, como una pastilla de jabón, en los ojos de todo el mundo.
Como explico en mi último libro, el hecho de que nuestro cuerpo viva en un círculo mucho más estrecho que nuestras imágenes, liberadas -y manipuladas- en la red, multiplicadas hasta la autodestrucción, determina el extraño efecto antropológico de que de pronto, frente a esta membrana o costra fotográfica que flota por encima del mundo, percibamos el cuerpo mismo como lo verdaderamente insólito, lo excepcional, lo inesperado y disruptivo; como lo atrozmente paleontológico. Lo que nos emociona, y hasta nos traumatiza, de la aparición de Proust en la película de 1904 es que, al contrario que las Kardashian o Ylenia o el mismísimo Trump, Proust tiene cuerpo. ¡Y lo hemos recuperado en toda su temblorosa y opaca fragilidad!
Proust está vivo, nosotros no. Proust tiene cuerpo, nosotros no. Proust es un fósil y un zombi, como las mariposas, los árboles, el valle del Tiétar, nuestro vecino del tercero y, desde luego, los refugiados y los gitanos.
Lo que no se espera: eso es cuerpo. Todo lo demás es imagen. Qué emocionantes, incómodas, comprometidas, amenazadoras y bellas son las cosas que pierden la imagen y cobran de pronto cuerpo ante nuestros ojos. Si hay alguna raíz común entre la estética y la política hay que buscarla ahí: la fugacidad atrapada en una cadera; la fugacidad atrapada en una ladera. Nosotros estamos vivos; nosotros no.
Santiago Alba Rico es filósofo y escritor. Nacido en 1960 en Madrid, vive desde hace cerca de dos décadas en Túnez, donde ha desarrollado gran parte de su obra. El último de sus libros se titula Ser o no ser (un cuerpo).
Fuente: Ctxt