El totalitarismo de la libertad

El dominio tecnológico de las sociedades modernas que prometió al hombre liberarlo de sus cargas se ha convertido en una forma cuya libertad desenfrenada nos encierra en una cárcel atroz: la de la pérdida de los límites y la exaltación del egoísmo liberalizado y elevado a virtud.

Estamos comenzando a vivir en lo que se ha conocido como sociedad orwelliana, donde se manipula la información y se practica la vigilancia masiva y la represión política y social.

Estamos comenzando a vivir en lo que se ha conocido como sociedad orwelliana, donde se manipula la información y se practica la vigilancia masiva y la represión política y social.

Por Javier Sicilia. A diferencia de las sociedades disciplinarias que –como lo mostraron Michel Foucault o Gilles Deleuze– hacían pasar a los individuos de un medio cerrado a otro –de la familia a la escuela, de la escuela a la fábrica o al cuartel–, las nuestras, equipadas con medios de comunicación cada vez más sofisticados, “ya no funcionan –como bien lo señala Finkielkraut– por encierro, sino por control continuo e información instantánea”.

La aparente libertad que un control remoto para la televisión o una computadora equipada con internet nos hacen sentir –esa sensación de poder que crea en la percepción la ilusión de que abolimos las fronteras de lo real y lo sometemos a los dictados de nuestra voluntad–, en realidad nos encierra en un nuevo y más terrible tipo de control: el de quien, abandonado a la aparente satisfacción inmediata de sus deseos e impaciencias, está preso de una instantaneidad ilusoria, condenado al encierro en sí mismo.

“Cada vez –escribía Paul Claudel– que el hombre intenta imaginar un paraíso en la tierra, inmediatamente genera un infierno muy conveniente”.

Al igualar todo bajo la égida de la información y de la interacción, la internet y la televisión destruyen cualquier sacralidad –nada es ya misterioso ni está atravesado por umbrales–, diluyen cualquier alteridad –nos relacionamos con seres virtuales que no nos comprometen y de los que podemos prescindir con sólo apretar una tecla– y niegan cualquier trascendencia –rotos los límites y las distancias, ya no hay acá ni allá ni más allá; sólo el espacio cibernético y las hondas hertzianas en las que todo puede ser atraído o sacado de nuestra presencia con sólo apretar los comandos precisos.

Más que la televisión, la internet parece confirmar el triunfo de los principios de la democracia sobre cualquier poder o jerarquía. Delante de la pantalla y su teclado, cada hombre se experimenta como un dios al que nada puede limitar, un ser libre que se cumple en su plena satisfacción. Reducido a la libertad de sus deseos, él, al igual que todos, es el único que impera en el espacio uterino de su computadora. Nada lo constriñe, porque todo ha sido liberado para su satisfacción.

El prometeico dominio tecnológico de las sociedades modernas que prometió al hombre liberarlo de sus cargas, y que en la internet adquirió el rostro democrático de la resistencia al poder, al control y a todas las formas del dominio, se ha convertido en una forma cuya libertad desenfrenada nos encierra en una cárcel atroz: la de la pérdida de los límites y la exaltación del egoísmo liberalizado y elevado a virtud.

“Cada vez –escribía Paul Claudel– que el hombre intenta imaginar un paraíso en la tierra, inmediatamente genera un infierno muy conveniente”. El espacio absoluto del antiautoritarismo que es la internet, su libertad desenfrenada, es el infierno del paraíso democrático. En esa pantalla de la igualdad, de la abolición de las jerarquías, de la exaltación y satisfacción de los deseos, están confundidos en un mismo plano la Enciclopedia Británica y el nazismo; el Louvre y la pornografía en todas sus versiones y vertientes; las voces de los poetas y las Iglesias satánicas; la cocina mundial y los instructivos para fabricar armas; la venta de libros y la venta de objetos destructivos…

Poblado de ángeles y demonios, cuya demarcación, en el territorio de lo igual, se ha borrado, el hombre, encerrado en su computadora, los convoca para la única libertad que reconoce: la de sus propios deseos y solicitudes; la de su propia permisividad. Si ya no hay límites ni fronteras; si los umbrales de los que está lleno lo real ya no existen en ese espacio inmenso; si los otros ya sólo tienen un rostro virtual, todo, entonces, es posible, y el vicio y la virtud, el bien y el mal se vuelven sólo nombres que el deseo utiliza en función del placer y del gusto.

En ese mundo fascinante de la comunicación, “los espacios para la contemplación –dice Finkielkraut–, la admiración, la sorpresa, la soledad o el silencio, se van reduciendo” hasta dejarnos encerrados en nuestra propia apariencia de libertad. Liberados de cualquier constricción, los hombres de hoy ya no tenemos más referencia que nuestro propio derecho a hacer lo que queramos; la libertad de nuestro propio encierro abierto al desenfreno y a la desmesura.

Si la fuerza de las burocracias totalitarias, como lo ha demostrado Filkienkraut en su interpretación sobre Levinas, se basa en la abolición del rostro del otro, de la relación directa con alguien y de los escrúpulos que nacen de la proximidad (cuando a los hombres se les reduce a masas sin rostro, y la naturaleza y sus límites a recursos y resistencias a vencer y dominar, como lo hizo el nazismo, quienes detentan el poder pueden entonces inventar una manera concienzuda de vivir sin conciencia), la fuerza de la libertad desenfrenada de la internet se basa en el mismo principio: reducido todo a una circunstancia en la que la alteridad está diluida en una pura virtualidad, comenzamos a vivir concienzudamente sin conciencia. Ciertamente, no sometemos ni asesinamos a nadie en un sentido real –cómo podríamos hacerlo si somos democráticos–, pero al estar sometidos a nuestros propios deseos, sin los límites que nos marca el rostro de lo real, asesinamos nuestra propia alma y, al hacerlo, diluimos a los otros en una realidad sin significado que no nos compromete y nos abre a todas las formas modernas de la desmesura totalitaria: la aplicación de normas productivas a la destrucción del medio ambiente y de los hombres sometidos al empleo; la apreciación de la vida en términos de gestión y provecho.

Fuente: Filosofía

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