¿Para cuándo el libro blanco de la democracia occidental?
Cuando enfrentamos regímenes y sistemas de poder que asesinan y asesinan colectivamente, se hace muy difícil decidir qué es peor: si regímenes sociales enloquecidos que matan enfurecida o místicamente o regímenes sociales cuerdos y serenos que matan fría, científicamente o dejan morir con indiferencia. Tal vez el error sea precisamente procurar "elegir" lo menos malo. O aun peor: condenar una de estas formas de dominación y aplastamiento y elogiar la otra o silenciar sus crímenes.
Por Luis E. Sabini Fernández (*) – El Libro negro del comunismo publicado hace pocos meses (1997) en Francia establece un macabro y necesario recuento de las víctimas que los diversos regímenes comunistas fueron acumulando a lo largo de sus siete décadas de pesadilla.
Sus autores estiman en bastante más de 90 millones a los muertos que los «campos de trabajo forzado» soviéticos, «el gran salto adelante» chino, «la revolución cultural» asimismo china, el trasiego ciudad-campo de la pesadilla polpotista en Cambodia, fueron «produciendo».
¿Cuántos muertos ha producido el colonialismo? ¿Y cuántos está produciendo el neocolonialismo? ¿Cuántos el mercado, el paleoliberal en su momento, el neoliberal ahora?
Esta tarea era ineludible y por lo tanto en buena hora un equipo de historiadores procura poner cierta calidad en el manejo de datos de tan desoladora realidad. Esta investigación nos servirá en la medida en que ayude a responder a una perplejidad perfectamente expresada por Alexandr Solzhenitsin cuando confesara que su Archipiélago Gulag era para él la forma de descubrir ante el resto del mundo «la industria concentracionaria» del régimen estalinista, y que al ser desterrado por el gobierno soviético en 1974, descubrió en las bibliotecas de Occidente que todo lo que él denunciaba ya se sabía, desde los testimonios de Alexandr Berkman y Emma Goldman a principios de la década del veinte y siguiendo con una larga lista de denunciantes (Rizzi, Kravchenko, Ciliga, Istrati, Gide, entre tantos otros) (Per Månsson, cit. p. Ulf Andersson, «Själv rannsakan med förhinder» [Autocrítica con retaceos], Arbetaren, 12/13, 26/3/1999).
Desde ya debemos advertir que el manejo de cifras «en millones», como aparecen en el libro, establece una escalofriante falta de precisión que en muchos casos la agitada vida y muerte social y política ha obligado.
Hay que agregar, sin embargo, un nuevo reparo: algunas de las cifras que se presentan tienen una dudosa calidad, como es el caso de los dos millones de muertos en Cambodia/Kampuchea entre 1976 y 1979, que en realidad ha constituido un número fetiche de la propaganda occidental, que ha sido cuestionado con mucho fundamento por diversos analistas, obligando incluso a quien primero diera la estimación, Jean Lacouture, a su rectificación (cit. p. Noam Chomsky, «Il tempo dei campi de concentramento», Milán, Volontà, 1982, no 1, p. 92). El monstruoso volumen de los dos millones de muertos en un país que no contaba con más de cinco o seis millones no se alcanza ni siquiera sumando el genocidio previo al polpotista, generalmente olvidado por los denunciantes de los fanatizados khmer rojos. Cambodia sufrió entre 1970 y 1975 un arrasamiento sistemático de su pequeño territorio, por un lado gobernado con mano de hierro por el general Lon Nol, un esbirro directamente dependiente del Pentágono y por el otro bombardeado por la aviación estadounidense «para destruir la infraestructura física y social» (en palabras de un subcomité del Senado de EE.UU.; cit. p. Noam Chomsky, La quinta libertad, Barcelona, Crítica, 1988, p. 116) . Se estima que tales masacres alcanzaron a un millón de víctimas entre Laos y Cambodia (Chomsky, idem, p. 344). Ambos países juntos no alcanzaban los diez millones de habitantes, con lo cual se constituyeron en países literalmente diezmados. Semejante «trato» introdujo, según muy variados testimonios, a la sociedad camboyana/kampucheana en un estado de locura colectiva que en buena medida explica –ya que no justifica– la política de Pol Pot.
Aunque las estadísticas del país son poco confiables (Cambodia carece del instrumental técnico para tales mediciones, como producto primero de la devastación de Lon Nol y los bombardeos de EE.UU. e inmediatamente después por la política de «ciudad arrasada» del régimen de los khmer rojos), la ONU ha estimado groseramente que la población camboyana rondaba los seis millones en 1975 y que a mediados de 1987 llegaba a unos 7,7 millones. Esas cifras no permiten «encajar» una matanza de dos millones en el período. El alto crecimiento demográfico, empero, permite inferir un faltante muy groseramente estimado en un millón de seres humanos como fruto de las dos pesadillas consecutivas sufridas por la desdichada nación (v. Noam Chomsky, op. cit.). Cifras hay para todos los gustos: el gobierno comunista de Hanoi, adversario de los khmer rojos, atribuía a Pol Pot tres millones de muertos; autoridades militares australianas que hicieron su propia investigación estimaban las muertes durante la pesadilla polpotista en no más de 600.000 casi todas atribuibles a las migraciones forzosas con que se procuró desmantelar las ciudades visualizadas como la fuente de corrupción, vicios, burocracia…
De más está decir que precisar las cifras de una matanza, así fuera reduciendo a un tercio o a un décimo lo proclamado, no achica en absoluto la monstruosidad en juego: un solo ser humano asesinado es demasiado y por lo mismo condenable.[1]
Lo mismo debe decirse de unos difícilmente concebibles ciento cincuenta mil muertos por el comunismo en América. No atinamos a pensar dónde: ¿En Cuba?; si allí fuera nos habríamos enterado con lujo de detalles por todas las vías de difusión que EE.UU. habría puesto a su servicio. Salvo los miles (¿dos mil, cuatro mil?) condenados al «paredón» a comienzos del régimen castrista, no conocemos, ni Amnistía Internacional jamás ha denunciado, otros miles o centenares o decenas de muertos.[2] Tampoco se conocen muertos en cantidad ni siquiera remotamente cercana a la denunciada durante el «comunismo» sui generis nicaragüense. ¿Acaso en Granada? De la desastrosa experiencia de la Granada socialista se supo de decenas de muertos y ello ya fue suficiente muestra del carácter dogmático, intolerante, afiebrado de ese delirio político.
También el dato de veinte millones de muertos atribuidos a la URSS nos resulta prima facie excesivo (aunque sin ninguna duda el sistema soviético erigió su sistema de opresión sobre la muerte o el asesinato de millones de seres humanos).[3]
Pero no son estos ajustes que, por tratarse de vidas humanas, no pueden considerarse de detalle, lo más significativo: lo que resulta sugerente es observar el uso que los medios de incomunicación de masas, los intelectuales y los sistemas de poder establecidos, han hecho de semejante recopilación, que viene a sumarse a otro trabajo reciente que hace el recuento de las víctimas del nazifascismo.
Varios gobiernos europeos, socialdemócratas, promueven en este momento la difusión oficial de ambos informes. Se habla de patrocinar la edición de tales balances, completando así el panorama «totalitario» del siglo con su estremecedora cosecha de muerte.
Con toda lógica, se suman las víctimas del nazismo y regímenes afines con las del comunismo y variantes «socialistas reales». Lo que resulta curioso es que ni periodistas, ni gobiernos socialdemócratas ni intelectuales diz que de izquierda hayan reparado en otras causales políticas o sociales de muerte, en otros generadores de devastación que, totalitarios o no, han afectado a los seres humanos con no menos virulencia que las pesadillas nazi y estalinista, con razón puestas en la picota.
No se trata, por cierto, de disputar o pujar en algo tan atroz como la producción de muerte. Como diría Albert Camus, eso es indisolublemente subjetivo y así como para gitanos de Rumania no debe haber habido agente de destrucción mayor que los nazis, y para campesinos ucranios o kazajos rebeldes y sin partido, los bolcheviques se constituyeron en sus ángeles de la muerte, así para una aldea maya del lado guatemalteco el brazo de la muerte será «ladino» [español], vendrá enfundado en trajes de fajina del ejército «nacional» y con armas y voces de mando de origen USA.
Por ello mismo, no parece sensato ni digno reducir las causas de muerte a determinadas ideologías.
Lo que estamos empezando a presenciar es una operación política y mediática mediante la cual, so pretexto de contabilizar las víctimas del totalitarismo se establece por contraste un autoelogio sobre la actividad política de las democracias.[4]
En el artículo ya citado «El comunismo y su legado genocida» Gatto habla así de «las dos grandes doctrinas homicidas de este siglo [nazismo y estalinismo]» perdiéndose así por el camino otras doctrinas igualmente generadoras de muerte y devastación de pueblos, es decir a su modo también genocidas.
Así como los regímenes totalitarios arquetípicos, nazismo y estalinismo, han sido grandes generadores de muerte y desolación, la humanidad cuenta lamentablemente con otros sistemas generadores de muertes atroces y numerosísimas; uno comparable por las dimensiones escalofriantes del genocidio y por su extensión ha sido el colonialismo y su «natural» prosecución en el neocolonialismo (hay desafortunadamente otras muchas fuentes de genocidio, como el fundamentalismo religioso, el nacionalismo expansionista, etcétera, que en este contexto nos exceden).
¿Cuántos muertos ha producido el colonialismo? ¿Y cuántos está produciendo el neocolonialismo? ¿Cuántos el mercado, el paleoliberal en su momento, el neoliberal ahora?
¿Y el Nuevo Orden, esa consigna que los nazis fallaran en implantar pero por lo visto no los yanquis?
Causas de muerte que deben ser particularmente tomadas en cuenta puesto que las formaciones sociales de Occidente, los estados y las sociedades en que nosotros vivimos, provienen más o menos directamente de tales «realizaciones».
Fácilmente llegamos, por desgracia, a muchas decenas de millones de víctimas.
- La llamada «trata» –el traslado forzoso de negros esclavizados desde África a América se estima que extrajo por lo menos a 15 millones de humanos de sus hogares entre 1550 y 1850 (el equivalente demográfico actual rondaría los cien millones). Se estima asimismo que aproximadamente la mitad son los que sobrevivieron, convertidos en esclavos. La otra mitad son los muertos durante el traslado transoceánico y antes, durante el traslado por tierra africana, y antes aún, en los combates encarnizados que tuvieron los esclavistas y sus aliados para llevar adelante su negocio.
Pero mucho más grave que esa sangría que desestructuró a prácticamente todas las naciones y etnias africanas negras privándolas de sus brazos más fuertes y jóvenes (porque los candidatos a esclavo se escogían con criterio «económico» a razón de unos dos varones por cada mujer y en la franja etaria de los 15 a los 30) fue su resultado sobre las sociedades africanas, condicionando desfavorablemente, hasta la ruina, el desarrollo económico y social de las naciones saqueadas. Entre 1500 y 1900, la población europea cuadruplicó su población (y además repobló, genocidios mediante, otros dos continentes; América y Oceanía), la de Asia triplicó la suya. La africana negra se mantuvo casi estacionaria (en unos cien millones): hay así centenares de millones de africanos que no llegaron siquiera a nacer, a causa de la esclavitud a que sus naciones fueron sometidas.
- ¿Y qué decir de la «conquista americana» que es el fundamento sobre el que descansan «nuestras» naciones latinoamericanas?
Demógrafos han estimado que el continente americano estaba poblado por unos veinte millones de humanos a la llegada de Colón. Bartolomé de Las Casas en su desoladora Brevísima relación de la destrucción de las Indias Occidentales da cuenta de que en los primeros cuarenta años de «conquista», hasta 1532, el genocidio ha alcanzado a unos doce millones de nativoamericanos. Ese proceso continuó y hay estimaciones que hacen llegar ese exterminio al 90% de la población continental aborigen (con zonas de exterminación completa como el Caribe insular, la Florida estadounidense, la Alta California, nuestro Río de la Plata y un largo etcétera). Sólo así se explica que la población india se estime al día de hoy en unos 45 millones para las tres Américas, duplicación al cabo de quinientos años. (Aunque en América hay toda una alteración del cuadro étnico y demográfico que no se registra en los otros continentes, porque aquí el mestizaje ha sido muy alto, al punto que en la actualidad la población mestiza se considera si no la mayoría al sur del río Bravo, al menos su caudal poblacional mayor.)
- El colonialismo europeo, sólo en Angola, entre fines del siglo XV y fines del XIX, redujo su población, que formaba parte del enorme reino africano del Congo, a la mitad. Estamos hablando de una población de varios millones. Y como Angola, tenemos las tragedias vividas en los territorios de la actual Nigeria, en el Congo, en la cuenca del Níger, en el Sudán, Etiopía, Chad, en la cuenca del Zambeze, en todo el sur africano, etcétera.[5]
Las guerras provocadas por la acción colonial han asesinado en el cambio de siglo a por lo menos un millón de filipinos, otro tantos en México, una vez más en Nigeria cuando el genocidio a los ibos en la década de los sesenta, y la lista se haría interminable.
La guerra de 1914-1918 (entre imperialistas consumados y aspirantes a) demandó diez millones de vidas humanas. ¿Si habláramos de recuentos y exigencias, a qué sistema sino al capitalista, burgués, atribuírselo?
A lo largo de cinco siglos, si tomamos la historia humana desde 1492, el régimen político dominante, cuyas bases de dominación no han variado sustancialmente, ha sido causante de un genocidio sin parangón, si ponderamos las dimensiones poblacionales en cada momento histórico: la población europea, solo dentro de fronteras, se septuplicó en estos 500 años, con lo cual un genocidio de por ejemplo mil seres humanos en el 1500 tiene un peso relativo cuantitativamente siete veces mayor que si sobreviene en el siglo XX. (Claro que los señores blancos de entonces apenas si incluían a dichas víctimas entre los humanos, y resistirían así el calificativo de genocida, pero lo mismo pasaba, –pasa– con los nazis; ni judíos ni gitanos son considerados humanos propiamente dichos; y para los estalinistas, sus críticos, refractarios y hasta indiferentes tampoco formaban parte del género humano, al menos no de la versión proletaria que ellos pensaban implantar en lo futuro, que para semejante salvacionismo era, claro, el futuro profetizado).
El problema tal vez mayor del colonialismo y sus secuelas es –y está bien presente– que el desarrollo noratlántico produce y a la vez se nutre del empobrecimiento y la desestructuración de las sociedades asiáticas, como las de la India y la China, de los reinos africanos hausa, etíope, de los nubios sobre el Mar Rojo, de los fulanis en el África ecuatorial o del magnífico reino songhai en donde en el siglo XV «la literatura de los mercaderes de Tombuctú [su capital] se medía por el número de manuscritos en sus bibliotecas» (v. Guía del Mundo 1997-1998, Montevideo, Instituto del Tercer Mundo, 1998, p. 297).[6]
En muchos casos, el colonialismo rompió las economías establecidas so pretexto de «modernizarlo todo». Así en el Sahel africano (actualmente poblado por unos cincuenta millones de habitantes en los actuales estados de Senegal, Guinea-Bissau, Sierra Leona, Liberia, Costa de Marfil, Ghana, Togo, Benin, Níger, Nigeria, Mali, Mauritania, Chad, Burkina Fasso), los colonialistas arrancaron de cuajo, «por atrasada», la ganadería nómade basada en camellos, dromedarios, cabras, asnos, vacas, ovejas y se sedentarizó una ganadería exclusivamente vacuna. Cuando a mediados de este siglo que se acaba, los franceses se retiran con sus vacas dejan un territorio yermo, devastado. La ganadería nómade era, como sostienen Frances Moore Lappé y Joseph Collins (L’industrie de la faim, Quebec, Éd. L’Étincelle, 1978, p. 59) una sabia respuesta a un clima semiárido; la variedad de especies de ganado permitía un consumo más integral de los pastos, suministraba lácteos todo el año y el nomadismo, lejos de ser un deambular sin rumbo como resultaba a los ojos «científicos» europeos, era una forma inteligente de ir visitando campos en primavera y oasis en los períodos de sequía para extraer del suelo el máximo de nutrientes sin destruirlo. El Sahel es al día de hoy una de las zonas más castigadas del mundo por las sequías, la desertificación; las hambrunas que matan a millones de seres vivos en general y a millones de seres humanos en particular reconocen su causa principal en el colonialismo, espléndido experimento «civilizatorio» a principios de siglo.
Tenemos asimismo que incluir en este macabro recuento a los cientos de miles de muertos en países de pequenísimas dimensiones como Liberia, cuya capital se llama sugestivamente Monrovia, «inventados» –estado y capital– por EE.UU. a mediados del siglo pasado para sacarse de encima a los negros libertos (porque se los quería como esclavos pero no como hombres libres) o Sierra Leona, su capital con el igualmente sugestivo nombre de Freetown, países donde la presencia europea ha consistido en emplazar poblaciones forasteras encima de las nativas con las consecuencias lógicamente atroces de tanta ignorancia, tanto desprecio.
- Si nos ceñimos al período de despegue industrial, los dos últimos dos siglos, un recuento de las víctimas del florecimiento occidental y presuntamente democrático tiene que tener en cuenta algunos episodios principales del colonialismo ya citado y, dentro de las naciones industrializadas, a las víctimas de la explotación. Los historiadores están contestes en que los comienzos del industrialismo constituyeron un período particularmente opresivo: la clase obrera sufrió en las primeras décadas un proceso similar al que sufrieran las poblaciones nativoamericanas obligadas a la extracción minera: en algunas zonas de Francia e Inglaterra, la población obrera ni siquiera llegaba a reproducirse a sí misma, «violando», siquiera localmente, una de las «leyes» establecidas por Marx (que el proletariado recibe como salario lo indispensable para su sobrevivencia), y el empresariado estaba más o menos permanentemente reclutando mano de obra forastera para cubrir los puestos de trabajo vacantes por las muertes prematuras de los obreros y de los hijos de los obreros (v. Dólleans, Historia del movimiento obrero, t. 1).[7]
En el recuento de las víctimas en los continentes colonizados, hay que registrar las producidas por represión directa, generalmente las menos, a menudo abrumadoramente sobrepasadas por las víctimas civiles, «involuntarias», por falta de «calidad de vida», como se dice ahora: falta de agua y sequías consiguientes en poblaciones rurales; falta de condiciones mínimamente aceptables de vida, de higiene y las consiguientes muertes prematuras en zonas urbanas.
- ¿Qué significa en pérdidas de vidas humanas la instauración del «nuevo orden«, ahora liberado de toda atadura frente al «competidor» comunista? ¿Qué significa en pérdidas de vidas humanas, repito, el fin de la historia, el fin de las ideologías, el fin del estado benefactor, el auge de las privatizaciones, de la política de exclusión? ¿Qué significa que los grupos económicos poderosos, sus intelectuales orgánicos (estilo Bernays, Huntington, Murray, Toffler,) y los aparatos políticos a su servicio (la bien llamada «administración»; la Casa Blanca) hayan tomado conciencia de que el mundo está sobrepoblado (chocolate por la noticia) y que no hay recursos para todos? Una decisión política de exclusión sobre estas bases sí es novedosa.
Los centros de poder han advertido, finalmente, que su política carece de universalidad virtual; lo único que éticamente la haría válida, como diría Kant. Que no es viable imaginar un planeta donde todos tengan los autos, los microondas, los freezers, los lavaplatos que tienen los ciudadanos de Yanquilandia.
Aquí ni discutimos si eso es deseable. Para los titulares del poder actual sí que lo es. Y saben que no puede ser para todos. ¿Qué hacer?, replantean involuntariamente la pregunta de un viejo enemigo. La abdicación de ese principio de igualación falaz lleva a la respuesta de los titulares del poder: la exclusión. Es de esa «toma de conciencia», de esa decisión política pero no republicana (porque es todo menos públicamente reconocida) que proviene la política llamada de «los dos tercios» en el Primer Mundo; la decisión de defender el nivel de vida (y a la larga, la vida a secas) y el consumo de dos tercios de población, integrados, admitiendo –promoviendo, en realidad– el desbarranque del tercio excluido. Proporción ésta que, cuando pasamos del Primo Mondo al «Tercero excluido», mediante una degradación «matemática» típica de la realización política (¡ah, manes de Murphy!), se convierte en integración para un tercio y exclusión para dos tercios, y cosi via: en algunos estados africanos, por ejemplo, integración para un vigésimo y los diecinueve vigésimos restantes excluidos. ¿Qué es la exclusión sino muertes prematuras, mortalidad infantil acrecentada, genocidio escalonado?
En las víctimas del Nuevo Orden hay que agregar, aunque su volumen resulte mínimo al lado de los «muertos sociales», los de acontecimientos «políticos» o «militares», como el golpe de estado en Indonesia (Operación Jakarta, 1967) que se estima asesinó a unos 700 000 seres humanos o la actuación colonialista francesa primero y ordenadora norteamericana después en Indochina (Vietnam, Malasia, Cambodia, Laos): los primeros fueron responsables de la muerte de medio millón de «nativos» aproximadamente, los segundos, de unos cuatro millones (a lo que habría que agregar los millones de mutilados, físicos y psíquicos, entre los cuales las organizaciones de ayuda estimaban en 700 000 los mutilados en situación desesperada al fin de la guerra en Vietnam. Chomsky, La quinta…, p. 344).
Vietnam cuenta con una cuota de tarados congénitos única por su altísimo porcentaje en el mundo entero. Estudiosos canadienses que la han investigado durante varios años han llegado a la incontrastable conclusión de que provienen del Agente Naranja 2.4.5.T con el cual las fuerzas militares de EE.UU. «regaron» Vietnam durante nueve años (un décimo del territorio total quedó afectado). Las tragedias de seres humanos mutados y los desastres económicos de tal contaminación hay que atribuirlos al Nuevo Orden.
¿Se puede elegir?
Los «países con ideología» o «estados revolucionarios» como calificaba Adolf Hitler a los experimentos alemán nazi y ruso soviético (cit. p. Hannah Arendt, Los orígenes del totalitarismo, parte III, [1949], Madrid, Alianza, 1982, p. 426) pueden con buenos fundamentos ser entendidos como formas de «locura colectiva» y el holocausto que procuró exterminar etnias o pseudoetnias enteras (como las de judíos y gitanos, pero no exclusivamente) puede concebirse como un estado de malsana fiebre de un sector de la humanidad (fiebres reincidentes; ¿cómo interpretar si no, los estados de ferocidad y ceguera colectiva que propugnan diversas «limpiezas étnicas» como la de armenios en Turquía, la de bosnios musulmanes o kosovoalbaneses en la exYugoeslavia?)
Cuando enfrentamos regímenes y sistemas de poder que asesinan y asesinan colectivamente, se hace muy difícil decidir qué es peor: si regímenes sociales enloquecidos que matan enfurecida o místicamente o regímenes sociales cuerdos y serenos que matan fría, científicamente o dejan morir con indiferencia. Tal vez el error sea precisamente procurar «elegir» lo menos malo. O aun peor: condenar una de estas formas de dominación y aplastamiento y elogiar la otra o silenciar sus crímenes.
¿Criticar lo totalitario o criticar los asesinatos?
Porque si algo no vale en esta presunta campaña de concienciación es el argumento de que se condena al estalinismo y al nazismo porque procuraron cumplir utopías totalitarias, en tanto la sociedad occidental, aunque fruto y semilla de los atropellos coloniales, de las «limpiezas» territoriales y étnicas propias del racismo blanco y wasp,[8] constituye en cambio un (admirable) ejemplo de sociedad abierta, democrática o no totalitaria.
Porque no se trata tanto de condenar lo totalitario como los asesinatos. Si se tratara de criticar lo totalitario, que bien lo merece, habría mucho qué pensar y decir acerca no sólo de las víctimas que ya no viven sino de las víctimas sobrevivientes, y no sólo del nazismo y el estalinismo, ciertamente.
La lógica más elemental nos permite ver que se trata de dos aspectos diferenciados. Porque un régimen puede provocar e incluso mantenerse sobre la base de una enorme cantidad de víctimas o muertos y no ser por ello totalitario (la variante opuesta es más difícil, pero también puede existir un sistema altamente totalitario y por lo mismo altamente victimador y sin embargo –por estar constituido sobre una ideología no violenta o pacifista– no engendrar muertos). (Aunque el caso de la secta liderada por Jim Jones, con su suicidio colectivo de ochocientos seguidores, en Guyana, ponga un estremecedor interrogante sobre esa última variante.) [9]
La decisión de los actuales gobiernos socialdemócratas europeos que hacen de la difusión de las tristes hazañas del socialismo nazional o internacionalista una cuestión de estado y de relaciones públicas, parte de esa incapacidad radical que tienen los bienpensantes para ubicarse en el terreno de las víctimas cuando se trata de las víctimas de su propio bienestar, de sus propios privilegios, de su mundo.
Mutatis mutandis es lo que pasa con los intelectuales occidentales que se afanan por las cuentas de los desastres ocasionados por el estalinismo o el nazifascismo pero no se sienten obligados a reflexionar críticamente sobre la montaña de cadáveres sobre los que se asienta la constelación de poder que conforma sus propias sociedades, las nuestras.
Notas
[1] Por la misma razón no parece adecuado que Hebert Gatto, analizando por otra parte con mucho acierto «el legado genocida» del comunismo y planteando algunas preguntas primordiales para entender cómo semejante régimen pudo haber sido entrevisto por algunos como «esperanza de liberación», use con cierta ligereza las cifras que se transforman de algo más de 94 millones de muertos por el comunismo (Hebert Gatto, «El libro negro del comunismo», Cuadernos de Marcha, no 147, ene. 1999) en 100 millones (Hebert Gatto, «El comunismo y su legado genocida», Cuadernos de Marcha, no 148, feb.-mar.1999) como si 6 millones de homicidios fueran un dato insignificante. No resulta suficiente asignar estas equivalencias a un mero efecto literario o de matemático redondeo.
[2] Hubo un período repugnante en el cual las cárceles cubanas empezaron a asimilarse a las soviéticas y a las más habituales de todo régimen autocrático, a principios de los sesenta, con el uso de vejámenes y torturas sobre los presos políticos. Ese proceso denunciado y con razón por la derecha exiliada, fue también puesto en la picota por el sacerdote nicaragüense Ernesto Cardenal y fue interrumpido.
[3] Alexandr Solzhenitsin –a quien nadie podrá acusar de benévolo con el estalinismo– estimaba los muertos en «los campos» en alrededor de la mitad de los allí enviados (lo que hace según sus cálculos la friolera de unos seis millones de seres humanos). Allí estuvo la principal fuente de aniquilación por parte del sistema. Por cierto la colectivización forzosa de 1929 arrasó las vidas de millones de campesinos terratenientes, a menudo minifundistas. Pero las estimaciones del tiempo de la Guerra Fría de hasta diez millones de kulaks asesinados se han reducido en investigaciones más serenas y menos politizadas a unos dos millones de campesinos —kulaks— despojados; una parte de ellos linchados o «liquidados» sumariamente y otra obligados a emigrar (muchos fueron trasladados a «los campos») (Nationalencyklopedin, Estocolmo, 1995). Hay que agregar, claro, los muertos en las cárceles; los «enjuiciados» y «ajusticiados», pero con todo lo atroz de su significado como expresión de terror del estado, en números es indudablemente mucho menos significativo que la industrialización del destierro y la muerte a través de los campos. Algunos historiadores estiman a las víctimas del sistema judicial y carcelario en aproximadamente un millón (v. n. 4).
[4] Especularmente, desde las organizaciones comunistas, que en Europa tienen –aunque debilitadas– actividad política e intelectual, la reacción ha seguido diversos trillos, en general diversionistas, negacionistas: la historiadora Åsa Linderborg entiende que con el avance del comunismo [eurocomunismo] dentro de la Unión Europea, El libro negro constituye un intento de golpear esos avances; como vemos una aplicación «redondita» de conspiracionismo. Por su parte, el docente en Historia Económica Lars Herlitz procuró distinguir entre muertes por ejecuciones de condenas y muertes en campos de prisioneros y situaciones análogas producidas por faltas de suministros. La distinción no es errada; lo que es errado, calificándolo con la mayor benignidad, es su intento de reducir así «los muertos del comunismo» a un millón (en el caso soviético) y a cuatro millones los de la pesadilla nazi. En este aspecto, vale la observación de Heber Gatto de que ambos tipos de víctimas lo son del mismo sistema y engrosan lamentable pero significativamente el mismo resultado: la producción de muerte. (v. «El libro negro…» op. cit., p. 28)
[5] África sufre así una triple sangría: la «trata» desde comienzos del siglo XVI a mediados del XIX, el colonialismo desde mediados del siglo XIX hasta mediados del que ahora termina y la penetración transnacional más reciente sobre estados declaradamente independientes pero más satelizados que probablemente nunca.
[6] Extraemos de la misma fuente un dato que suele ser desconocido o silenciado no ya por periodistas o gente «informada» sino hasta por universitarios y eruditos: Tombuctú [Timbuctú], misérrima ciudad actual de Malí, fue cuna de una de las universidades más antiguas y mejor equipadas del mundo “antiguo”, a principios del siglo XIV.
[7] Lo cual nos permite, de paso, verificar que en materia de explotación, exclusión y disposición de mano de obra, nada nuevo hay bajo el sol.
[8] White, Anglo, Saxon, protestant. Blanco, anglosajón y protestante. Perfil étnico que se defendió en EE.UU. a lo largo de todo el s. XIX como el adecuado para dirigir y usufructuar los bienes de la democracia (véase mi «Racismo: nervio motor del american way of life», Cuadernos de Marcha, nos 142, ago 98; 143, set 98 y 149, abr 99).
[9] El que esto escribe formó parte de una diminuta experiencia de tipo comunitario con muy acusados rasgos totalitarios, que eran incluso defendidos ideológicamente desde su núcleo oficialista y, si bien se puede hablar de una alta cosecha de exiliados, defraudados, etcétera, no hubo que lamentar muertos.
(*)Este artículo fue escrito en abril de 1999 y publicado por primera vez, en octubre de ese año.