La industria del turismo convirtió a Europa en Eurolandia

La epidemia de pereza mental y los estereotipos de la época descuentan que si, por ejemplo, alguien viajó a Europa, gozó más que otra persona que haya vacacionado en su propio país. Sin embargo, la capacidad de disfrute de cada persona se halla vinculada a objetos y situaciones singulares que la estimulen. Es siempre una vivencia subjetiva.

Eurolandia es la versión esperpéntica de Europa.

Eurolandia es la versión esperpéntica de Europa.

Por Jorge Ballario. En esta época del culto a la imagen y a la apariencia, y del predominio del mandamiento cultural que nos impulsa a gozar y a pasarla bien, muchas personas parecen estar más preocupadas por aparentar disfrutar que por hacerlo realmente. La supuesta objetividad del disfrute pasó a un primer plano.

La capacidad de disfrute de cada persona se halla vinculada a objetos y situaciones singulares que la estimulen. Es siempre una vivencia subjetiva.

Hoy, las grandes empresas calculan incluso el grado de satisfacción que sus productos pueden brindar, y el público se mimetiza con esos valores. Además, existen redes industriales globales que acercan el goce a la masa de ansiosos consumidores. Pensemos, por ejemplo, en la industria del turismo: ya se da una inusual y solapada competencia entre las personas para ver quien hizo el viaje más sofisticado, largo o lejano. Como la gente funciona con estereotipos y, en general, casi renunció a ponderar sus experiencias singulares —en contraposición con las experiencias generales y estereotipadas—, reina la suposición de lo que es, o debe ser, disfrutar. Por lo tanto, se tiende, en ese ámbito, a una supuesta objetividad. Por ejemplo, se presupone una especie de equivalencia entre lugares de destino que posibilitarían goces similares. Existe una parcial incapacidad o incredulidad para aceptar un disfrute por fuera de lo preestablecido, como si alguien que viajase a un destino más común estuviese condenado a un goce acotado, como si esa persona no hubiese podido disfrutar igual o más que los viajeros con destinos más prestigiosos.

La epidemia de pereza mental y los estereotipos de la época descuentan que si, por ejemplo, alguien viajó a Europa, gozó más que otra persona que haya vacacionado en su propio país. Sin embargo, la capacidad de disfrute de cada persona se halla vinculada a objetos y situaciones singulares que la estimulen. Es siempre una vivencia subjetiva. No obstante, se procura homogeneizarla y objetivarla, debido, especialmente, al interés que presentan las diversas industrias que lucran con la estupidez. De esta forma, dichas empresas pueden ganar mucha más productividad y dinero, al alterar la realidad humana en beneficio propio.

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Europa se ha convertido en la meca del turismo internacional. ¡Claro! No es para menos, constituye la cuna de la cultura occidental, además de poseer una variada y rica historia. En Europa surgieron grandes civilizaciones que dejaron imborrables huellas culturales y económicas, como asimismo una invalorable contribución a la historia del arte, de la filosofía, de la literatura y de la arquitectura. Como una muestra arquitectónica y artística, podemos citar algunos de los principales monumentos europeos:

– El gran templo católico “La sagrada familia”, en Barcelona;

– La catedral de “Notre Dame” en París;

– El coliseo, en Roma, símbolo del imperio romano y de su cultura;

– El Vaticano, con su famosa Basílica de San Pedro y su Capilla Sixtina, más todo su arte y esplendor;

– El castillo de Edimburgo, en Escocia;

– El palacio de Buckingham, en Londres;

– La acrópolis de Atenas.

Ahora, les propongo hacer un ejercicio de imaginación. Veamos.

Primero, aislemos la infinidad de recorridos turísticos de ese continente, incluyendo, por supuesto, la sintética lista que hicimos, más el resto de los castillos, iglesias, museos, pueblos medievales, símbolos arquitectónicos y paisajes naturales que pululan por el viejo mundo.

Segundo, sumémosle a esa abstracción imaginaria toda la infraestructura turística y logística más desarrollada del planeta, como así también una gran red gastronómica, y toda clase de servicios, en un marco de mucha seguridad y previsibilidad.

Tercero, denominemos, conforme a un planteo mío, a toda esa vasta muestra de recorridos, entretenimientos y servicios —tipo shopping o parque de atracciones, aunque de dimensiones continentales—, para los fines de este trabajo, “Eurolandia”. Entonces, obtendríamos un “mundo nuevo” dentro del “viejo mundo”.

La receta no es nueva: Disney World, en Estados Unidos, continúa siendo el diminuto modelo que la industria turística está logrando globalizar.

Eurolandia sería, metafóricamente hablando, como una caricatura turística de Europa, banalizada por la masiva afluencia de turistas que llegan desde todos los rincones del globo. Es sabido que el turista, por lo general, no se caracteriza por profundizar demasiado acerca de las zonas que visita, especialmente cuando la oferta de sitios de interés es de excelencia, y tan variada como la europea. El turista tipo, movido por la firme lógica productiva de maximizar el costo-beneficio de sus viajes, cambia la calidad y la profundidad de sus visitas por una mayor cantidad. Trata de ver el máximo, sin examinar tanto. Es muy probable que dicho cercenamiento turístico se vea reforzado en el “viejo mundo”, mucho más que en cualquier otro itinerario de la Tierra, debido a que esa región posee la mayor densidad turística del planeta. Al menos, sus puntos de atracción son los más difundidos, visitados y explotados. Hay que tener en cuenta que en ese continente relativamente pequeño se aglomeran muchas naciones, y que albergan una colosal variedad y cantidad de puntos de atractivo turístico. Muchos de ellos muestran el gran valor cultural que posee ese “viejo mundo”, valor al que la superestructura “Eurolandia” procura superponérsele. Gran parte del arte europeo y de sus monumentos reflejan un sentimiento, una espiritualidad, el esfuerzo de sus autores, la admiración de los siglos: cosas que es necesario poder contemplar con tiempo e intensidad, que impregnan nuestras almas —y no nuestras fotos—, y que no pueden quedar adheridas a un simple souvenir.

El turista actual, azuzado por la pujante industria que lo masificó, circula, preferentemente, por los circuitos preestablecidos, deambula por una especie de “línea de montaje” turística de alta productividad, en donde procura ver la mayor cantidad posible de lugares atractivos en el menor tiempo posible.

Básicamente, de este punto surge la idea de diferenciar al continente europeo, o a la Unión Europea —que fue la cuna de la cultura occidental, con su vasta riqueza artística y cultural— de Eurolandia, que sería, en nuestra metáfora, un gigantesco parque de diversiones y entretenimientos turísticos, que ocupa su mismo territorio.

Eurolandia tiene también su eco en toda una literatura de lo que se conoce como “relatos de viajes”, es decir, obras con características literarias, pero basadas en la experiencia de los viajes reales de un sujeto real, y que son, ante todo, descripciones de ambientes y situaciones, con las que el viajero contemporáneo intenta penetrar más allá de lo que una cámara puede recoger, al paso, en el ajetreo del viaje turístico.

Dubay, uno de los Emiratos Árabes Unidos, en la costa del golfo pérsico, constituye otro gran parque turístico y de entretenimientos, con otros ejes temáticos. De la misma manera, muchos otros destinos en el mundo, esquemáticamente, comienzan a parecerse. Justamente, esa es la idea de la industria turística a escala planetaria: generar, al modo de los shoppings o de los parques temáticos, circuitos ideales, con todos los servicios y comodidades. Por lo tanto, esas zonas, al desnaturalizarse, devienen en sectores artificiales, que desconectan al turista del mundo real, de sus complicaciones y riesgos, pero también de su esencia y de su autenticidad.

La receta no es nueva: Disney World, en Estados Unidos, continúa siendo el diminuto modelo que la industria turística está logrando globalizar.

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En nuestra cotidianidad, a menudo nos vamos aprisionando en una rutinaria cuadratura mental, de la que nos resulta difícil escapar. Los viajes tradicionalmente fueron una de las formas privilegiadas de salir de dicho encierro mental, y ampliar la mirada sobre nosotros mismos, y sobre los demás. Al viajero se le “abría la cabeza”.

Veamos ahora si esta posibilidad sigue teniendo vigencia.

En primer lugar, cuando alguien visita algún otro país, suele arribar con bastante información previa, incluso acerca del hotel donde se hospedará y de los sitios que conocerá. Es decir que nuestro hipotético viajero muy probablemente se reencuentre con cosas ya vistas, aunque nunca haya estado en ese lugar; tal vez son muchas más las imágenes mediáticas instaladas en su imaginario que las pasibles de ser adquiridas a través de la experiencia directa. Y todo esto es así debido al exceso de información de todo tipo (Internet, televisión, medios gráficos, etcétera), especialmente audiovisual, del que se dispone hoy día. O sea que ni siquiera hay sorpresa. Además, las culturas, gracias a la proliferación de dicha información, tienden a parecerse. Por lo tanto, un hipotético viajero de nuestra época, por lo general, no solo sabe a dónde va, sino que también comprueba muchas veces, al arribar a su destino, que una importante cantidad de las “novedosas” cosas o situaciones halladas no son tan nuevas, y que se asemejan bastante a las de su terruño.

Creo que, progresivamente, sus mentes están siendo colonizadas por una cosmovisión discursiva industrializada que los estandariza y clasifica en diversas categorías.

En segundo lugar, el riesgo de un turista o viajero de hoy tal vez no sea más que una centésima, o incluso algunas milésimas, del riesgo que sufría un expedicionario o un viajero antiguo al enfrentarse a un largo periplo. La industria del turismo tiene casi todo previsto. No obstante, la sensación de aventura y riesgo no varió mucho: antes, como ahora, los viajeros enfrentarían una sensación parecida de riesgo o aventura. Por consiguiente, podemos deducir, a modo de tesis, que en esta era, por alguna razón, existe un gran desacople entre la sensación y la realidad. Probablemente, tal como vimos, la desproporción de estos tiempos esté relacionada con la influencia mítica que heredamos. Y es posible que ello no se vincule tanto a la amenaza directa de accidentes o agresiones que podemos sufrir, sino más bien al angustiante y verosímil peligro de pérdida que pueden sufrir nuestras múltiples pertenencias y dependencias tecnológicas o legales —celular, pasaporte, tarjetas electrónicas, pasajes, documentos—, así como también otros importantes objetos que componen el equipaje —valijas, bolsos, indumentaria, elementos personales, dinero, etcétera—.

A modo de conclusión, pienso que mucha gente que viaja por turismo a países con un gran desarrollo turístico no llega a contactarse mucho con el mundo real de esos sitios. En cambio, sí lo logran los inmigrantes, los aventureros y los viajeros de negocios. Por lo general, muchas de estas personas se involucran de un modo más genuino, espontáneo, activo y profundo con las culturas a las que arriban y con sus habitantes. Aunque también pueden lograrlo los turistas más independientes y que posean esa inquietud, o los paseantes que viajan a destinos con precaria infraestructura turística y de servicios. Este hecho los obliga a relacionarse con los lugareños y con sus costumbres de un modo más intenso.

Por último, y como una referencia muy en general, creo que a los turistas actuales ya no se les “abre la cabeza” como a los viajeros de antaño. Es más, creo que, progresivamente, sus mentes están siendo colonizadas por una cosmovisión discursiva industrializada que los estandariza y clasifica en diversas categorías —turismo ecológico, cultural, religioso, de diversión, de aventura, de sol y playa, entre otras—, para mejorar la productividad del formidable negocio del que forman parte, aunque sin participar de las ganancias.

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